La
regulación es, sin duda, uno de los aspectos más interesantes y
complejos cuando consideramos los procesos de innovación. El conjunto de
leyes, normas, prácticas, directrices, restricciones y conductas que
definen el marco en el que se desarrolla una actividad determinada se
convierte, en muchas ocasiones, en oportunidades que el innovador
explota por considerar que, en el nuevo entorno definido por una
tecnología determinada, pierde todo o parte de su sentido. Pretender
mantener la regulación a toda costa, incluso cuando las evidencias
demuestran que ha perdido su sentido, suele identificarse con intentos
de proteger al incumbente o al competidor tradicional frente a los
nuevos entrantes, y con la generación de ecosistemas que coartan la
innovación.
Los ejemplos son multitud: la regulación del transporte urbano en
automóvil mediante un sistema de licencias tuvo sentido en su momento
para evitar la llamada “
tragedia de los comunes”
(ciudades en las que cualquiera, sin normas ni control alguno, podía
dedicarse a transportar pasajeros, con lo que ello conllevó de
descontrol en cuanto a tarifas, negociaciones individuales o presencia
de malos actores que se aprovechaban para su propio beneficio), pero
pierde completamente su sentido cuando las normas de actuación son
dictadas por plataformas en las que los conductores son evaluados de
manera continua y las condiciones son fijadas de manera centralizada.
Del mismo modo, parece evidente, por ejemplo, que si bien es necesario
exigir a los establecimientos turísticos una normativa en cuanto a
extintores, salidas de emergencia y procedimientos de evacuación, hacer
lo mismo con apartamentos individuales que se alquilan a corto plazo no
tiene ningún sentido, y tratar de convertir el requisito en exigible
generaría una situación absurda y de imposible cumplimiento. Así,
compañías como Cabify, Uber o Airbnb, tras poner en evidencia el escaso
sentido que tenía mantener algunas de las regulaciones existentes en sus
respectivas actividades, se convierten en compañías millonarias que
aprovechan esa nueva situación y llegan, incluso, a generar procesos de
adaptación de la regulación al nuevo panorama.
Sin embargo, la regulación no es, por principio, absurda o
innecesaria. La regulación es el proceso por el que las sociedades
humanas se otorgan reglas que facilitan el desarrollo de actividades en
las condiciones en las que esas sociedades estiman oportunas. Y si bien
están, como todo, sujetas a los cambios del entorno, pensar que son
completamente innecesarias implica ser tan ingenuo como para pretender
que los aspectos de la naturaleza humana que había que prevenir y que
les dieron origen han desaparecido, algo que no suele ocurrir.
Así, los ejemplos que demuestran que la regulación era en efecto
necesaria también comienzan a ser multitud: en YouTube, el ecosistema
que en muchos sentidos ha sustituido a la televisión tradicional y ha
generado una caída de las barreras de entrada que permite que
prácticamente cualquiera pueda crear y difundir contenidos
audiovisuales, nos encontramos ahora con un problema que resultaba
perfectamente esperable: al retirar
de facto las protecciones sobre la producción de contenidos que implican la participación de niños,
surgen
padres dispuestos a cometer auténticas barbaridades con sus hijos con
el fin de obtener el éxito y la viralidad en YouTube, y que, como
consecuencia, someten a los niños a auténticas torturas, a sesiones
maratonianas delante de la cámara o a auténtico acoso en busca del
plano, el tono y el gesto adecuado a cada situación. En este caso, la
regulación tal y como estaba planteada se convierte en imposible a nivel
de control, y requiere la aparición de procesos regulatorios nuevos,
como podría ser el excluir todos los vídeos que contengan niños del
sistema de publicidad del canal, algo a lo que YouTube, de momento, ha
mostrado escasa sensibilidad.
Del mismo modo, hoy tenemos un reportaje en profundidad de The Outline titulado
“Bribes for blogs: how bands secretly buy their way into Forbes, Fast Company and HuffPost stories“,
un auténtico secreto a voces que todos los que participamos en medios
conocemos desde hace muchísimo tiempo, y que parece intensificarse con
el paso del tiempo. En este caso, no hablamos tanto de una regulación
como tal, sino de un conjunto de normas y buenas prácticas: se supone
que todo artículo esponsorizado o producto de un pago debe ir
identificado como tal, y aunque las infracciones a ese principio han
sido habituales a lo largo de los tiempos y muy anteriores a la llegada
del canal digital, lo que tendía a ocurrir en muchos casos era,
simplemente, que incumplir ese principio tendía a llevar aparejada una
pérdida de prestigio y de valor referencial de la publicación. Ahora, el
problema va mucho más allá. Cada semana, recibo una media entre tres y
cuatro propuestas para escribir artículos esponsorizados, y eso que
hablamos de una publicación relativamente minoritaria que ni del lejos
tiene los números y la relevancia de otras muchas. Cada vez que escribo
un artículo en Forbes o en otras revistas, el número de peticiones es
aún mayor, y llega a resultar, en ocasiones, agotador. En esas
condiciones, poder afirmar que jamás he escrito un artículo
esponsorizado se convierte en una marca de prestigio que, por otro lado,
tiene un valor relativo cuando existen personas dispuestas a asegurar –
sin prueba alguna, pero a asegurar igualmente – que me han pagado por
escribir tal o cual cosa.
En el caso de publicaciones profesionales, la situación es aún más
compleja: en publicaciones en las que tengo implicación directa he
llegado a ver en varias ocasiones como se prescindía de manera
disciplinaria e inmediata de redactores que habían recibido pagos o
prebendas a cambio de escribir de manera elogiosa de los productos de
una marca, pero obviamente, la práctica es habitual y de difícil
control. En principio, cada vez que un colaborador de una publicación
inserta en ella un artículo esponsorizado sin declararlo como tal,
estamos ante un fallo a dos niveles: por un lado, del proceso de
publicación. Toda publicación debería contar con sistemas de control
que, ante un artículo con “aspecto” de ser esponsorizado, desencadenase
un proceso de inspección y de cuestionamiento del mismo. Por otro, un
problema de ética: el colaborador que cobra a la marca al tiempo que
percibe un pago por publicar está, en realidad, robando a la
publicación, que en otras condiciones podría obtener un pago de la marca
por la inserción de publicidad o de un formato de
branded content,
además de fallar a su audiencia ocultándoles información fundamental
para juzgar la veracidad del artículo. Los casos, sin embargo, parecen
acumularse, y los correos que se reciben con ofertas similares parecen
asumir, cada vez más, que ese tipo de procesos, desgraciadamente, se han
normalizado.
No, las regulaciones no estaban ahí por casualidad. Suponer que por
el hecho de que un canal o un entorno esté recién definido y sea
diferente, esas regulaciones ya no van a ser necesarias es de una
ingenuidad terrible. Cuando Susan Wojcicki, de YouTube, afirma que ha
visto cómo “algunos malos actores explotan nuestra apertura para
engañar, manipular, hostigar o incluso dañar”, eso no resulta en
absoluto sorprendente: lo sorprendente es, de hecho, que alguien sea tan
absurda y estúpidamente ingenuo como para suponer que eso no iba a
pasar. Si en el ecosistema anterior había una serie de protecciones para
impedirlo, no era por casualidad, ni porque alguien tuviese ganas de
fastidiar o de coartar libertades: estaban ahí porque eran necesarias, y
crear una plataforma que no las posee es, sencillamente, fomentar ese
tipo de comportamientos. Cuando una serie de publicaciones de nuevo cuño
– o de toda la vida, pero que han decidido levantar determinadas
restricciones – se encuentran con que hay colaboradores que se montan un
auténtico negocio a base de colocarles verdaderos publirreportajes por
los que han cobrado como si fuesen contenido genuino, deberían
plantearse que los códigos de buenas prácticas estaban ahí por algo,
expulsar a esos colaboradores con todo tipo de escarnio público y hacer
un verdadero propósito de enmienda, restaurando todas las protecciones
que estaban ahí previamente para evitarlo.
Replantearse la regulación en función de la innovación es algo
perfectamente válido, y en ocasiones, demuestra que, efectivamente,
parte de esa regulación puede haber dejado de tener sentido. Las cosas
nunca son blancas o negras: pretender mantener la regulación a toda
costa coarta la innovación, y muchas veces, no solo no tiene sentido,
sino que se convierte en una defensa a ultranza de los jugadores
tradicionales. Pero renunciar a la experiencia y al consenso social que
dio lugar a determinadas regulaciones en virtud de una supuesta
“innovación que lo cambia todo” es, simplemente, condenarse a repetir
los mismos errores que se cometieron anteriormente, y a veces en edición
corregida y aumentada. Pensar que, por sistema, la regulación ya no es
necesaria, es en el mejor de los casos, ingenuidad, y en el peor, un
intento de crear atajos para ganar dinero hasta que la situación se
convierta en insostenible. Un comportamiento calificable de muchas
maneras, pero no precisamente como ético. Algunos deberían plantearse
hasta qué punto, con la excusa de la innovación, han creado auténticos
monstruos. Monstruos que, además, cualquiera con dos dedos de frente
sabía perfectamente que iban a surgir.
E.Dans