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jueves, 5 de mayo de 2016
Tecnologías y adicciones
Una encuesta en los Estados Unidos afirma que el 59% de los padres están preocupados por la adicción de sus hijos adolescentes a sus smartphones, una situación que, de manera intuitiva, no se diferencia demasiado de las sensaciones que vivimos en países como España: adolescentes que no sueltan el smartphone en ningún momento, que interrumpen todo tipo de momentos cuando el dispositivo suena o vibra, sin importar que se esté en medio de una conversación, de la cena, de una película o de una clase. El término “adicción” siempre me ha parecido, en este contexto, absurdo y denigrante. Inventarse supuestas dependencias físicas o calificar a la tecnología como droga es una manera de empezar mal la aproximación a un problema que tiene mucho más que ver con la educación y la evolución de las normas sociales que con los estupefacientes. Plantearse “curas de desintoxicación” bajo el principio de que “en China lo hacen“, como si de verdad hubiese algo que “curar” o como si fuese válida la comparación de los antiguos fumaderos de opio con los actuales cibercafés me parece simplemente demencial. No, no hablamos de adicciones, digan lo que digan los psicólogos. Hablamos de un cambio en los hábitos sociales, de nuevas costumbres y de nuevas maneras de priorizar en un entorno redefinido por la tecnología. Mientras no entendamos eso, que la tecnología ha redefinido el entorno social, no podremos aproximarnos al tema con un mínimo de objetividad. Los adolescentes que priorizan la atención a su smartphone sobre todas las cosas no tienen un problema de adicción, sino de educación, por mucho que les duela a esos padres que se niegan a admitir que han hecho mal su trabajo a la hora de educar a sus hijos. Se puede tener hijos adolescentes que estén a la última en el uso de herramientas tecnológicas y sean, a la vez, capaces de desempeñarse en un entorno social normal: no es sencillo, porque la atracción de un dispositivo que ofrece tantas posibilidades como el smartphone es importante, pero sí es posible. Se trata, simplemente, de poner reglas que tengan sentido, como las poníamos antes en otros entornos. Según la encuesta norteamericana, los padres catalogan a sus hijos como “adictos” cuando “comprueban sus smartphones al menos una vez cada hora y se sienten presionados para responder inmediatamente a los mensajes”. ¿Se ha parado alguien a pensar que es que a lo mejor, en una sociedad como la actual, en la que todo está hiperconectado con todo en tiempo real, lo normal ha pasado a ser chequear nuestros terminales al menos una vez cada hora y entender que hay mensajes que deben ser respondidos lo antes posible? Lo normal, no lo obligatorio: algo que haces porque quieres o porque lo prefieres, no porque nadie te obligue a ello. Algo de lo que prescindes si quieres cuando estás haciendo algo que priorizas por encima de eso, o porque simplemente hace que te olvides de ello (no, no es el mismo discurso del “puedo dejarlo cuando quiera”). Para entender y educar a nuestros hijos, tenemos que entender muy bien el entorno en el que viven, que condiciona profundamente su educación. Alguien que mire a sus hijos con condescendencia y que no sea capaz de entender qué diablos hacen enfrascados en su smartphone no va a ser capaz de plantear normas que tengan en cuenta la diferencia entre comunicación y entretenimiento, los condicionantes de cada canal o la evolución de las normas. Nos pongamos como nos pongamos, las normas de educación cambian. La irrupción de los smartwatch hace que, aunque sea lentamente, empiece a ser perfectamente aceptable que mires el reloj cuando estás con alguien, porque pasa a entenderse que estás simplemente comprobando una notificación que has recibido, porque ya no se entiende que estás deseando irte, y porque se entiende perfectamente que puedes estar prestando atención a la persona con la que estás aunque brevemente compruebes lo que te ha llegado a la muñeca. Son normas que cambian, que evolucionan con el panorama tecnológico, como antes evolucionaron muchas otras, y como evolucionarán muchas otras después. Empeñarse en que las normas son inamovibles es una demostración clara de falta de sensibilidad, de torpeza intergeneracional. No, educar no es imponer irracionalmente y caiga quien caiga. A lo mejor, llegamos mucho más lejos intentando entender lo que nuestros hijos hacen con sus smartphones que dictando normas prohibitivas y restrictivas hasta el límite que nadie en su sano juicio sería capaz de aceptar sin lucha. Si nuestros hijos llegan a casa de sus abuelos, se cuelgan de la pantalla del smartphone y se van unas horas más tarde sin haber siquiera hablado con ellos, no tienen un problema de adicción: tienen un problema de educación (o de falta de ella). Que sí, que puede ser que en casa de sus abuelos se aburran y que el estímulo del smartphone, en ese contexto, les resulte una especie de enfermiza atracción fatal, pero ahí es donde a nosotros como padres nos toca explicarles que más allá de una mirada casual de vez en cuando para contestar un mensajito, constituye falta de educación y es convenientemente castigada. Si no somos capaces de educar en lo que la educación tiene de mesura, de gradación de actitudes, es que no estamos ejerciendo bien nuestra responsabilidad. No, no son adictos. Son simplemente una generación que ha nacido y se ha criado en un entorno de conexión permanente, y que por tanto, echan de menos esa conexión cuando no está a su alcance. Es perfectamente lógico. ¿Que hay que ponerle normas? Por supuesto, como a todo. Pero no quiere decir que sean adictos o que haya que desintoxicarlos, ni mucho menos. Si creemos eso, el problema lo tenemos nosotros, no ellos. Menos condescendencia, más empatía, y más educación.E.Dans