The Verge pagó a uno de sus colaboradores, Paul Miller,
para que pudiese hacer realidad una experiencia: la de vivir sin
conexión a la red durante un año. Paul llevaba un cierto tiempo
sintiéndose “quemado”, viéndose como “un esclavo de la red”, y quería
salir de esa dinámica de vida. La crónica de la aventura publicada hoy,
titulada “I’m still here: back online after a year without the internet“
me ha parecido una lectura enormemente recomendable. Una cosa es
“pensar” como sería tu vida sin internet, y otra de verdad lanzarse a
ello. Y el testimonio de Paul resulta, en este sentido, enormemente
esclarecedor.
La frase principal que para mí lo resume todo es “no es que mi vida
no fuese diferente sin internet, es que simplemente no era una vida
real”. La experiencia de Paul demuestra claramente que pretender
prescindir de internet hoy en día no es una liberación, ni nada que se
le parezca. Es una estupidez. Como retirarse a un poblado de cuáqueros.
Más allá de la pose, y tras una pequeña fase de “conócete a ti mismo”,
lo que queda es una vida carente de realidad, lo que supone prescindir
de uno de los mayores avances en la historia de la humanidad, de una de
las mayores manifestaciones de la inteligencia humana.
Por supuesto, todos los excesos son malos. Pero contrariamente a lo que muchos piensan, la vida online no sustituye a la vida offline,
sino que la complementa. El supuesto trastornado que deja que su
existencia se convierta en un constante languidecer frente a la pantalla
de un ordenador es simplemente eso, un trastornado, una anomalía que en
realidad afecta a muy pocas personas. Quien usa mucho la red no vive
aislado, vive más conectado. Los usuarios de la red no tienen la piel
pálida por falta de exposición a la luz solar, sino que son simplemente
personas que utilizan la red para acceder a información de manera
eficiente, para relacionarse con otros, para trabajar… para todo. Sin
que ello signifique una pérdida de otras cosas más allá de lo que supone
perder la interacción con una enciclopedia de papel, con una operadora
telefónica, con el papel de un libro, o usando un mapa de papel. Si lo
haces mínimamente bien, la red te llevará a leer más, no menos. Y a
aprovecharlo mucho mejor.
La experiencia de Paul puede pecar, en cierto sentido, de falta de
realidad: no es lo mismo hacer que una persona que trabajaba “en la red y
con la red” prescinda de ella, que plantear algo así con alguien que
carezca de dicha supuesta “dependencia”. Pero tiene un valor muy
interesante: el de comprobar que “la hierba no es más verde al otro lado
de la valla”. Plantearse una hipotética “vuelta a la vida offline”
como supuesta recuperación de algo que vivimos en tiempos pasados es
absurdo, porque en realidad no nos sobra internet… nos sobran otras
cosas. Internet no es culpable de tus problemas con tu trabajo, no hace
tu vida miserable… si no lo era ya de por sí. Es posible que creas que
te vas a centrar más en tus relaciones con las personas cuando no estés
cada dos minutos mirando tu smartphone, pero es que estar cada dos minutos mirando tu smartphone
cuando estás con las personas que quieres no es un problema de
internet, es un problema de ansiedad. O de no saber marcar las
prioridades en tu vida. Y si prescindieses de ello, lo que más notarías
es cómo te sientes más separado de tus amigos, por la pérdida de esa
conexión invisible que la red permite. El asocial no es el que usa mucho
las redes sociales, es el que prescinde completamente de ellas.
La evolución y el progreso no tienen vuelta atrás. Tratar de volver
atrás uno mismo cuando la sociedad y la humanidad avanzan en una
dirección determinada es convertirse en un marginado extravagante, en
alguien que no quiere reconocer todo lo bueno que la red ha traído a
nuestras vidas. Es, como tal, absurdo. Si algo podemos aprender de la
experiencia de Paul Miller, aparte de que todos los excesos son malos,
es sobre todo, eso: aprender a apreciar lo que tenemos.
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