Un par de interesantes artículos, en LinkedIn Today y en Fast Company,
arremeten por enésima vez contra la práctica de establecer horarios
rígidos para determinados tipos de trabajos en los que, en realidad, la
métrica a aplicar debería ser la productividad y el rendimiento
obtenidos.
La práctica de establecer horarios de trabajo rígidos proviene de la
Revolución Industrial, cuando el desarrollo de una amplia variedad de
trabajos requería el acceso a maquinaria específica que solo podía ser
ubicada en los centros de trabajo. Para optimizar el nivel de ocupación
de dichas máquinas y, por tanto, la productividad obtenida, el trabajo
se organizó en función del acceso a las mismas, condicionando la otra
variable, el tiempo de los empleados, considerado como más flexible. La
organización en turnos de trabajo o la evolución de las jornadas de
trabajo (gracias en gran medida a las sucesivas reivindicaciones
sindicales) llevó al establecimiento de una jornada de cuarenta horas
semanales, que en muchos países se organiza típicamente de nueve de la
mañana a cinco de la tarde con una breve pausa para comer. En países
latinos, suele incluir una pausa para comer más amplia y un horario de
salida posterior, aunque también en esto existen amplias variaciones.
En realidad, hablamos de un atavismo, de algo que proviene de una
circunstancia ya superada. El avance de la tecnología ha llevado, en un
número muy elevado de casos, a que la maquinaria necesaria para
desarrollar el trabajo se encuentre perfectamente disponible en el
domicilio del trabajador, en forma de un dispositivo multipropósito
llamado ordenador. En paralelo, el avance del cloud computing
permite que cualquier trabajo en curso y los mecanismos de comunicación y
coordinación necesarios para llevarlo a cabo sea accesibles desde
cualquier sitio, con protocolos de seguridad razonables. La restricción
de vincular el desarrollo del trabajo a un lugar físico y un horario
determinado pierde su sentido, y se convierte en un claro obstáculo a la
productividad.
La realidad hoy es que cualquier trabajo que no dependa de una
maquinaria especializada puede ser llevado a cabo de manera óptima desde
prácticamente cualquier sitio, lo que incrementa enormemente las
posibilidades de conciliación, la flexibilidad, la motivación y, en
último término, la productividad. La interacción de los trabajadores en
torno a un lugar de trabajo común debería plantearse únicamente como
forma de maximizar la interacción para el intercambio de ideas y para el
desarrollo de una cultura común, pero no como sitio en el que
desarrollar el propio trabajo.
La persistencia en esquemas anticuados y superados genera un problema
doble: por un lado, las empresas que los practican obtienen a cambio un
nivel de motivación menor y un trabajo desarrollado de manera más
mecanicista, menos orientado a objetivos, porque el objetivo pasa a ser
“cumplir las horas”, frente a optimizar el resultado del trabajo
realizado. Por otro lado, las empresas se convierten en menos atractivas
para trabajadores que valoran la flexibilidad y el compromiso en
función de la motivación personal, lo que puede aparejar problemas a la
hora de atraer y retener talento. Los tiempos de desplazamiento
estandarizados y coincidentes con horas punta de tráfico, y la falta de
confianza y flexibilidad son factores adicionales a tener en cuenta en
este sentido.
Desde hace ya bastantes años, mi productividad personal se asienta en
la posibilidad de trabajar desde donde quiero, a las horas que quiero,
con la intensidad que quiero. La única parte de mi trabajo que exige un
lugar físico determinado es el momento de dar clase, siempre que esta
sea presencial. Para todo lo demás, confianza y resultados. Si obligas a
tus empleados a fichar, no esperes atraer ni retener a los mejores, ni
demasiados resultados buenos de su trabajo.
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