domingo, 6 de octubre de 2013

Francia, Amazon y el espíritu de la ley

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French bookstore and Amazon boxesEl paso de una ley en contra de Amazon por la Asamblea francesa (El País, France24, BBC) ha permitido ver una inusitada demostración de apoyo y unidad entre diputados conservadores y socialistas. La ley, una enmienda a la ley Lang de 1981 relativa al precio del libro que prohibe utilizar la gratuidad de los gastos de envío como forma de proporcionar un descuento superior al 5% sobre el precio establecido del libro, está pensada específicamente para impedir las prácticas de Amazon y, teóricamente, para proteger a las pequeñas librerías.
En la visión de los políticos franceses, Amazon es un monstruo que se beneficia de sus ahorros fiscales para practicar el dumping, vender por debajo de sus costes, acabar con sus competidores, y volver a subir los precios cuando cuente con un dominio suficiente del mercado.
En la práctica, sin embargo, Amazon, como muchas otras empresas de comercio electrónico, está cumpliendo escrupulosamente las leyes que regulan la fiscalidad, y simplemente es capaz de obtener costes mucho menores derivados de su escala y de su insuperable eficiencia operativa. Si las consecuencias de una aplicación extrema de la legislación fiscal por parte de una empresa es algo con lo que el estado francés no está de acuerdo, tendrá que modificar sus leyes, pero no sancionar a quien las cumple. Si la ley permite jugar con repatriaciones de beneficios, paraísos fiscales y precios de transferencia en un entorno internacional de una manera que se considera injusta, es posible que pueda argumentarse la necesidad de cambios en la legislación fiscal, pero eso no puede significar que deba atacarse expresamente a unas empresas determinadas que no hacen más que usar ese marco legislativo para optimizar sus cuentas. No, el centro de esta cuestión no está en la fiscalidad. Está claramente en otro ámbito.
El principal argumento del entonces ministro de Cultura, Jack Lang, cuando propuso la ley que lleva su nombre en 1981, fue que no podía considerarse el libro como un producto más. Esa supuesta excepción del libro, basada en su carácter de elemento transmisor de la cultura, obvia una evidencia que el paso de los años pone cada día más claramente de manifiesto: que la cultura no tiene nada que ver con el soporte físico de la misma. Los soportes utilizados para la transmisión de la cultura, llámense discos de vinilo, CDs, libros, periódicos de papel o como se quiera, han permitido establecer, gracias a la infraestructura necesaria para su distribución, enormes imperios económicos y una amplia red de intereses empresariales. El lobby de las empresas culturales se sirve de una serie de supuestos nobles fines de preservación de la cultura para lograr una intensa proximidad al poder político, cuando en realidad son empresas como cualquier otra cuyo objetivo es, sencillamente, maximizar sus beneficios.
¿Cuáles son los objetivos que el poder político debería tener en mente con leyes así? En la mejor de las teorías, deberían fomentarse cuestiones como la preservación de los incentivos implicados en la creación cultural o la optimización del acceso a dicha cultura por parte de los ciudadanos, pero no necesariamente la conservación de los beneficios de un lobby empresarial determinado. ¿Está necesariamente alineada la preservación de los beneficios de los libreros o de los editores con la preservación de la cultura?
Se dice que la presión que lleva a los políticos franceses a dar su apoyo de manera masiva a esta ley proviene de los pequeños libreros, del tejido de pequeñas tiendas que, a través de redes logísticas, distribuyen libros en ciudades y pueblos. Es evidente que el desarrollo del comercio electrónico amenaza a los pequeños libreros, como también lo es el que esa estructura de distribución no optimiza especialmente el acceso a la cultura con respecto a otras alternativas. Las pequeñas tiendas, con sus stocks necesariamente limitados en lo físico, sus horarios  y su incapacidad para competir en servicios e información con el comercio electrónico, llevan años perdiendo la batalla. Sí, las librerías, como las tiendas de discos, suponen puestos de trabajo, pero… ¿pueden o deben realmente ser protegidas? La respuesta sería afirmativa si ello supusiese algún tipo de protección del fenómeno cultural, pero ¿realmente existe este vínculo? ¿Hasta qué punto pueden o deben protegerse los negocios ineficientes, cuando la propia sociedad parece orientarse cada día más hacia la comodidad que supone encargar libros a través de la web o incluso recibirlos directamente por vía electrónica, obviando el ineficiente papel?
¿Provienen realmente las presiones de las pequeñas tiendas, o de unas editoriales que prefieren negociar con una infinidad de pequeños establecimientos frente a hacerlo con monstruos como Amazon o FNAC? ¿Hablamos de preservación del fenómeno cultural y de acceso a la cultura, o simplemente de mantener el poder de negociación de unos frente a otros? En realidad, las leyes que regulan el precio fijo de los libros, que únicamente están vigentes en Alemania, Austria, Dinamarca, España, Francia, Grecia, Hungría, Italia, Países Bajos, Portugal, nunca han logrado demostrar ningún tipo de beneficio de cara a la preservación de los incentivos a la creación cultural o a la optimización del acceso a la cultura. La investigación académica sobre los efectos de dichas leyes nunca ha podido ofrecer ningún resultado realmente concluyente, y nada indica que países que permiten libertad en la fijación de dichos precios tengan un nivel cultural inferior al de aquellos que no lo hacen. ¿Se justifica realmente alterar las condiciones de mercado para defender unos supuestos fines culturales, mediante un método cuya eficacia no ha podido jamás ser probada formalmente? ¿O estamos defendiendo otra cosa?
Resulta muy poco claro que la mejor manera de proteger los incentivos a la creación cultural y el acceso a la cultura sea preservando los privilegios de aquellos que entregan al creador porcentajes sobre el precio de venta final de en torno a un 8% ó 10%. Las reglas que llevaban a que esos intermediarios con esas estructuras económicas fuesen la mejor manera de optimizar dichos incentivos a la creación o dicho acceso a la cultura han cambiado tanto con el desarrollo de la tecnología, que incluso el más elemental sentido común reclama su revisión. Que los diputados franceses alcancen la unanimidad en una ley conocida como anti-Amazon refleja, en realidad, su propia incapacidad para modificar la legislación impositiva, y la supuesta aplicación de teorías económicas planteadas de manera claramente sesgada.
Lo mejor para la cultura, francesa o de cualquier país, sería que Amazon se hubiese encontrado con un escenario de fuerte competencia, que luchase por ofrecer mejores incentivos a autores y compradores. Pero ante la patente incapacidad de los actores tradicionales para ser mínimamente competitivos, leyes de protección como la francesa tienen muy poco que hacer o que ofrecer. Lo único que van a conseguir es perjudicar a unos usuarios que serán artificialmente obligados a pagar más, a cambio de beneficiar – supuestamente – a una estructura insostenible. Preservar la ineficiencia a cambio… de nada. O peor: de los beneficios de unos pocos.
 

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