El paso de una ley en contra de Amazon por la Asamblea francesa (El País, France24, BBC)
ha permitido ver una inusitada demostración de apoyo y unidad entre
diputados conservadores y socialistas. La ley, una enmienda a la ley Lang
de 1981 relativa al precio del libro que prohibe utilizar la gratuidad
de los gastos de envío como forma de proporcionar un descuento superior
al 5% sobre el precio establecido del libro, está pensada
específicamente para impedir las prácticas de Amazon y, teóricamente,
para proteger a las pequeñas librerías.
En la visión de los políticos franceses, Amazon es un monstruo que se beneficia de sus ahorros fiscales para practicar el dumping,
vender por debajo de sus costes, acabar con sus competidores, y volver a
subir los precios cuando cuente con un dominio suficiente del mercado.
En la práctica, sin embargo, Amazon, como muchas otras empresas de
comercio electrónico, está cumpliendo escrupulosamente las leyes que
regulan la fiscalidad, y simplemente es capaz de obtener costes mucho
menores derivados de su escala y de su insuperable eficiencia operativa.
Si las consecuencias de una aplicación extrema de la legislación fiscal
por parte de una empresa es algo con lo que el estado francés no está
de acuerdo, tendrá que modificar sus leyes, pero no sancionar a quien
las cumple. Si la ley permite jugar con repatriaciones de beneficios,
paraísos fiscales y precios de transferencia en un entorno internacional
de una manera que se considera injusta, es posible que pueda
argumentarse la necesidad de cambios en la legislación fiscal, pero eso
no puede significar que deba atacarse expresamente a unas empresas
determinadas que no hacen más que usar ese marco legislativo para
optimizar sus cuentas. No, el centro de esta cuestión no está en la
fiscalidad. Está claramente en otro ámbito.
El principal argumento del entonces ministro de Cultura, Jack Lang,
cuando propuso la ley que lleva su nombre en 1981, fue que no podía
considerarse el libro como un producto más. Esa supuesta excepción del
libro, basada en su carácter de elemento transmisor de la cultura, obvia
una evidencia que el paso de los años pone cada día más claramente de
manifiesto: que la cultura no tiene nada que ver con el soporte físico
de la misma. Los soportes utilizados para la transmisión de la cultura,
llámense discos de vinilo, CDs, libros, periódicos de papel o como se
quiera, han permitido establecer, gracias a la infraestructura necesaria
para su distribución, enormes imperios económicos y una amplia red de
intereses empresariales. El lobby de las empresas culturales se sirve de
una serie de supuestos nobles fines de preservación de la cultura para
lograr una intensa proximidad al poder político, cuando en realidad son
empresas como cualquier otra cuyo objetivo es, sencillamente, maximizar
sus beneficios.
¿Cuáles son los objetivos que el poder político debería tener en
mente con leyes así? En la mejor de las teorías, deberían fomentarse
cuestiones como la preservación de los incentivos implicados en la
creación cultural o la optimización del acceso a dicha cultura por parte
de los ciudadanos, pero no necesariamente la conservación de los
beneficios de un lobby empresarial determinado. ¿Está necesariamente
alineada la preservación de los beneficios de los libreros o de los
editores con la preservación de la cultura?
Se dice que la presión que lleva a los políticos franceses a dar su
apoyo de manera masiva a esta ley proviene de los pequeños libreros, del
tejido de pequeñas tiendas que, a través de redes logísticas,
distribuyen libros en ciudades y pueblos. Es evidente que el desarrollo
del comercio electrónico amenaza a los pequeños libreros, como también
lo es el que esa estructura de distribución no optimiza especialmente el
acceso a la cultura con respecto a otras alternativas. Las pequeñas
tiendas, con sus stocks necesariamente limitados en lo físico, sus
horarios y su incapacidad para competir en servicios e información con
el comercio electrónico, llevan años perdiendo la batalla. Sí, las
librerías, como las tiendas de discos, suponen puestos de trabajo, pero…
¿pueden o deben realmente ser protegidas? La respuesta sería afirmativa
si ello supusiese algún tipo de protección del fenómeno cultural, pero
¿realmente existe este vínculo? ¿Hasta qué punto pueden o deben
protegerse los negocios ineficientes, cuando la propia sociedad parece
orientarse cada día más hacia la comodidad que supone encargar libros a
través de la web o incluso recibirlos directamente por vía electrónica,
obviando el ineficiente papel?
¿Provienen realmente las presiones de las pequeñas tiendas, o de unas
editoriales que prefieren negociar con una infinidad de pequeños
establecimientos frente a hacerlo con monstruos como Amazon o FNAC?
¿Hablamos de preservación del fenómeno cultural y de acceso a la
cultura, o simplemente de mantener el poder de negociación de unos
frente a otros? En realidad, las leyes que regulan el precio fijo de los libros,
que únicamente están vigentes en Alemania, Austria, Dinamarca,
España, Francia, Grecia, Hungría, Italia, Países Bajos, Portugal, nunca
han logrado demostrar ningún tipo de beneficio de cara a la preservación
de los incentivos a la creación cultural o a la optimización del acceso
a la cultura. La investigación académica sobre los efectos de dichas
leyes nunca ha podido ofrecer ningún resultado realmente concluyente, y
nada indica que países que permiten libertad en la fijación de dichos
precios tengan un nivel cultural inferior al de aquellos que no lo
hacen. ¿Se justifica realmente alterar las condiciones de mercado para
defender unos supuestos fines culturales, mediante un método cuya
eficacia no ha podido jamás ser probada formalmente? ¿O estamos
defendiendo otra cosa?
Resulta muy poco claro que la mejor manera de proteger los incentivos
a la creación cultural y el acceso a la cultura sea preservando los
privilegios de aquellos que entregan al creador porcentajes sobre el
precio de venta final de en torno a un 8% ó 10%. Las reglas que llevaban
a que esos intermediarios con esas estructuras económicas fuesen la
mejor manera de optimizar dichos incentivos a la creación o dicho acceso
a la cultura han cambiado tanto con el desarrollo de la tecnología, que
incluso el más elemental sentido común reclama su revisión. Que los
diputados franceses alcancen la unanimidad en una ley conocida como
anti-Amazon refleja, en realidad, su propia incapacidad para modificar
la legislación impositiva, y la supuesta aplicación de teorías
económicas planteadas de manera claramente sesgada.
Lo mejor para la cultura, francesa o de cualquier país, sería que
Amazon se hubiese encontrado con un escenario de fuerte competencia, que
luchase por ofrecer mejores incentivos a autores y compradores. Pero
ante la patente incapacidad de los actores tradicionales para ser
mínimamente competitivos, leyes de protección como la francesa tienen
muy poco que hacer o que ofrecer. Lo único que van a conseguir es
perjudicar a unos usuarios que serán artificialmente obligados a pagar
más, a cambio de beneficiar – supuestamente – a una estructura
insostenible. Preservar la ineficiencia a cambio… de nada. O peor: de
los beneficios de unos pocos.
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