Una de las cuestiones más fascinantes que afectan a la reinvención de una industria con tanta importancia como la de la automoción es el hecho de que el impacto del desarrollo tecnológico está teniendo lugar a lo largo de varias dimensiones completamente diferentes entre sí, y procedentes de muy diversas fuentes.
Cuando planteamos discusiones sobre este tema, la conversación tiende a evocar de manera casi automática el desarrollo del vehículo autónomo, sin duda la tecnología que más atención provoca. Sin embargo,los cambios fundamentales que están afectando a esta dinámica son en realidad cuatro: el consumo compartido o ridesharing, la transición hacia vehículos eléctricos, el automóvil conectado y, finalmente, la conducción autónoma.
El ridesharing, que tiende a asociarse con empresas como Uber, Lyft, BlaBlaCar y similares, es sin duda un potente motor de cambio para la industria. A medida que este tipo de servicios de compartición de vehículo añaden opciones a nuestros desplazamientos, su coste desciende, su calidad mejora de manera sensible, y terminamos por plantearnos opciones más o menos radicales en las que pasamos de la posesión del automóvil a su uso como servicio. La idea es promover una utilización más eficiente de un recurso, el automóvil, que bajo los modelos tradicionales pasaba más de un 95% del tiempo inmóvil y ocioso en un garaje o en la calle. Todo indica que cuando este tipo de opciones están disponibles, el conjunto de gastos asociados con la posesión de un vehículo (incluyendo amortización, combustible, seguros, peajes, parkings, etc.) excede con mucho el coste de solicitar en cada momento el vehículo que se precisa (lo que añade además, en muchos casos, opciones como la de escoger el tipo de vehículo más adecuado a cada circunstancia) y suplementarlo, en caso necesario, con otras opciones, como el alquiler tradicional u otras fórmulas afines en caso de viajes. Si añadimos beneficios como la reducción de accidentes y sanciones derivadas del uso de vehículos asociada con el consumo de alcohol, la tendencia parece estar tomando forma de manera consistente, aunque sea aún de manera relativamente minoritaria, si bien podría cobrar aún más masa crítica con el cambio generacional.
La progresiva transición hacia el vehículo eléctrico tiene también un nombre asociado de manera automática: Tesla. La compañía de Elon Musk ha conseguido que veamos el vehículo eléctrico ya no como una perdida de prestaciones y autonomía, sino como una alternativa de lujo aún al alcance de pocos bolsillos, pero que supone una experiencia de uso diferente, infinitamente mejor que la del automóvil tradicional alimentado con gasolina o gasoil. Más limpio, más cómodo, más eficiente, y capaz de dejar a muchos metros de distancia en cualquier semáforo a cualquier Lamborghini, los planes de la única empresa de automoción con antigüedad menor de cien años consisten en ser capaz de ofrecer vehículos eléctricos progresivamente más baratos, hasta convertirlos en la opción lógica. Ahora mismo, cuando utilizas un Tesla de manera habitual, la autonomía ya no es una preocupación, ni siquiera con los largos trayectos de casa al trabajo habituales en muchas congestionadas ciudades norteamericanas.
El automóvil conectado es un movimiento que muchos ven como más tangible: se superpone a tendencias como IoT, la internet de las cosas, que provienen de la posibilidad cada vez mayor de situar sensores, procesadores y transmisores de información asociados a prácticamente cualquier cosa, pero va mucho más allá a medida que esas conexiones se ocupan ya no solo de proporcionar información al conductor o a un hipotético actor adicional tal como la aseguradora, sino que también pueden emplearse para interconectar los vehículos entre sí o a fuentes de información externas. La tecnologia acelera para hacer los vehículos más seguros, más versátiles, más cómodos y con mayor cantidad de ayudas a la conducción, en lo que muchos ven como una transición hacia la autonomía total.
Sin embargo, los actores implicados por el momento son diferentes: mientras las empresas clásicas de automoción, ancladas en ciclos de producción característicos de los bienes durables, apostaban por las ayudas a la conducción, los mayores progresos en el ámbito de la conducción autónoma han pasado a venir con muchísima diferencia de empresas como Google, que apostaron desde el principio por la alternativa de eliminar el factor que provocaba la inmensa mayoría de los accidentes: el humano al volante. En esta cuarta familia de tecnologías asociadas con la evolución del automóvil todo llama muchísimo la atención: cada vez más, comprobamos que Google estaba en lo cierto, y que el mayor problema del vehículo de conducción autónoma no es el propio vehículo de conducción autónoma, sino la panda de torpes e impredecibles conductores humanos que lo rodean. A medida que las pruebas progresan, los resultados se acumulan: de poco vale que un vehículo autónomo vea a un ciclista o peatón en su camino mucho antes y frene con mucha más eficiencia, si el resultado es que el humano que circula tras él, que carece de esa vista y esos reflejos, termina embistiéndolo por detrás. La solución es nada menos que intentar enseñar a los vehículos autónomos a ser capaces de reconocer o incluso de anticipar las impredecibles pautas de la conducción humana, que incluye cuestiones como el no respetar todas las normas de la conducción bajo determinados y muy numerosos supuestos. El escenario, lógicamente, no es que la conducción humana desaparezca – aunque muy previsiblemente se verá relegada a quienes puedan permitírsela, pues pasará a tener unos costes mucho más elevados en términos de seguros – sino que se combinen vehículos autónomos y manuales, y este tipo de aprendizaje siga siendo muy necesario.
Por otro lado, surgen cuestiones interesantísimas, que nos llevan de verdad a darnos cuenta de los cambios que suponen este tipo de tecnologías. Por ejemplo: el vehículo de Google carece de limpiaparabrisas, porque en realidad, que el humano que va en su interior pueda ver a través de la lluvia es irrelevante, y por tanto, los únicos dispositivos destinados a retirar el agua del campo de visión están en sus sensores. O dilemas prácticamente de película de ciencia-ficción, como si debe existir la posibilidad de que la policía tome el control de un vehículo autónomo en caso de que esté siendo utilizado para cometer un crimen.
Un panorama tecnológico que prácticamente tenemos ya aquí, que afecta a una industria centenaria, y que va a componer un escenario que afectará no solo a fabricantes de vehículos, sino también a aseguradoras, a usuarios, a profesionales, o al mismísimo diseño de las ciudades en las que vivimos. Y que arranca, en realidad, de cuatro tendencias tecnológicas que convergen en una única industria. Y que seguramente la cambiarán para siempre. E.Dans