Como las más de 3500 tiendas de libros francesas a pie
de calle se quejaban por los perjuicios que les estaba ocasionando la
competencia con una Amazon infinitamente más eficiente y potente, al gobierno
francés le dio por sacarse de la manga una nueva legislación que prohibía a Amazon y a otras compañías de
venta a través de la red hacer ofertas de envío gratuito. ¿El resultado de
semejante “apaño” legislativo? Ahora Amazon, sin necesidad de hacer ningún
derroche de ingenio, ofrece sus envíos de libros al precio de… un céntimo.
Dado que el potente lobby de las cadenas hoteleras españolas se quejaba
amargamente a las comunidades autónomas a cuenta de los beneficios que
supuestamente perdían por los turistas que decidían alojarse a través de Airbnb
en lugar de en sus establecimientos, la Comunidad de Madrid ha decidido “ser creativa” e
“inventarse” que, a partir de ahora, las viviendas turísticas deberán alquilarse un mínimo de cinco noches.
El problema de legislar a la carta en función de las presiones e intereses de
determinados grupos empresariales es que… nunca funciona. Introducir obstáculos
artificiales en el desarrollo de un mercado es un trabajo absurdo: por un lado,
desgasta al legislativo y evidencia hasta qué punto la defensa de determinados
intereses económicos termina desembocando en abierta corrupción. Por otro, hace
que los nuevos entrantes se vuelvan más imaginativos y traten de superar esas
barreras artificiales mediante otros métodos, al tiempo que los participantes en
ese tipo de modelos son presionados para entrar en esquemas de economía informal
cada vez más difíciles de detectar. Cuando el desarrollo o la adopción de una
tecnología posibilita que una industria vea su modelo de negocio comprometido,
solo la adaptación profunda de esa misma industria y la revisión crítica de su
propuesta de valor puede evitarlo. Las leyes a la carta nunca lo consiguen: son
como un subsidio que únicamente aplica una tirita a una herida profunda.
Modelos como Airbnb y otros similares simplemente aprovechan que la
tecnología permite unos costes de coordinación mucho menores que permiten que la
oferta y la demanda se encuentren en condiciones más ventajosas. Antes de
Airbnb, alquilar una propiedad era una tarea compleja e incómoda, con pocas
garantías y, en muchos casos, mala reputación. Después de Airbnb, muchos
propietarios de pisos que pueden ser puestos en alquiler los ponen en el mercado
de manera cómoda y sencilla, los posicionan en el nivel que desean, e incluso se
permiten el lujo de llevar a cabo procesos de interacción con sus clientes que
tienen como objetivo “humanizar” la oferta y poner una cara detrás del contrato,
lo que suele incidir en un mejor trato a la propiedad. No es extraño que el
propietario de la vivienda alquilada reciba a los inquilinos, les ofrezca
recomendaciones locales, les deje bebidas en la nevera, etc. como forma de crear
un vínculo que favorece tanto un mejor cuidado como una posibilidad mayor de
repetición. Un modelo de interacción que muchos aprecian, y que muchos incluso
prefieren a la frialdad, la industrialización y la estandarización del esquema
habitual en los hoteles. Si quieres parar el desarrollo de un modelo como ese,
vas a tener que hacer algo más que legislar en torno a “ideas felices”.
Gracias a un coste de coordinación más bajo, se produce la entrada de oferta
y de capacidad ociosa en el mercado que antes se mantenía fuera de él. Mientras
el resultado neto sea un mejor aprovechamiento del área que define la curva de
oferta y demanda, y por tanto se produzca, en último término, un beneficio para
los usuarios, invertir en detener ese proceso es sencillamente absurdo. Y si
para ello nos dedicamos a legislar en modo “idea feliz” tratando de diseñar
restricciones que dificulten artificialmente la entrada en el mercado de esa
capacidad ociosa, las consecuencias pueden llegar a ser incluso peores. E.Dans
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