Estuve
preparando un poco una entrevista con RTVE para hablar del fenómeno de
los seguidores falsos en redes sociales, y más concretamente en Twitter,
un tema que ha saltado recientemente a la actualidad con el desarrollo de algunos estudios
que tratan de indagar en las dinámicas de este tipo de mercados. El
nivel de extensión y desarrollo de este tipo de prácticas resulta
sorprendente, pero lo es más aún la carrera paralela entre los que crean
cuentas falsas y los que las intentan detectar, o los determinantes de
uso para este tipo de servicios.
Un grupo de investigadores de UC Berkeley trabajaron directamente con
Twitter para obtener detalles de este tipo de prácticas. Llegaron a
gastarse cinco mil dólares en la adquisición de 120.000 cuentas falsas
de veintisiete proveedores diferentes a lo largo de diez meses, con un
coste de entre $10 y $200 por cada mil cuentas, todo ello supervisado y
aprobado por Twitter. La actividad de algunas de esas páginas permite
entender claramente las dinámicas de la actividad: las ofertas dan la
posibilidad de escoger entre sistemas simples en los que se obtienen
seguidores sin ningún tipo de filtro, sin fotografía y con el fondo azul
por defecto, hasta otros en los que se entregan seguidores de un país o
en un idioma concreto, con fotografía, con biografía, con un fondo
diferente, o con un cierto nivel de actividad consistente en algunas
actualizaciones o retweets. Puedes comprar simplemente cuentas,
seguidores, o incluso servicios que incrementan tu cuenta de seguidores
en un número determinado por día. Puedes recurrir a foros oscuros, o
comprar en proveedores que ofrecen diversos niveles de garantía y
servicio post-venta.
La mayoría de los servicios que pretenden ofrecer un porcentaje de
seguidores falsos de una cuenta determinada son profundamente
simplistas, basados en métricas tan superficiales como la actividad o el
ratio de seguidores/seguidos. Aplicar uno de estos supuestos
“monitores” a cualquier cuenta permite comprobar cómo usuarios que no
son en absoluto sospechosos de haber comprado seguidores obtienen
porcentajes típicamente entre el 10% y el 20%, un procedimiento tan
absurdo como lo que supone calificar de robot a cualquier cuenta con un
cierto nivel de inactividad, o que únicamente utilice Twitter para
seguir a otros y no para crear contenido propio. Interpretar los
resultados de ese tipo de tests como fiables supone una simplicidad
absoluta y una prueba de que el fenómeno no se ha entendido en absoluto,
porque en realidad, la determinación de la falsedad de una cuenta
responde a un complejo cálculo de heurísticas que incluye variables de
muchos tipos: desde los propios servicios, por ejemplo, se parte de la
dirección IP para intentar ver si desde una en concreto se ha creado un
número anormal de cuentas – lo que determina que se recurra en muchas
ocasiones a botnets
para poder abrir cuentas desde ordenadores zombies – y se incluyen
variables como el nivel de personalización de la cuenta, el ratio entre
seguidores y seguidos, las pautas de publicación y el tipo de contenido
distribuido. Además, se utilizan también patrones obtenidos de la
observación agregada de muchas cuentas, tales como como patrones
reconocibles en los nombres de usuario o en la cuenta de correo
electrónico utilizada, la actividad repetitiva o por oleadas, etc.
En paralelo, los proveedores de este tipo de cuentas intentan a su
vez superar los mecanismos de comprobación: en el caso de Twitter, las
cuentas con correo electrónico verificado alcanzan precios sensiblemente
más elevados. En el de Facebook, por ejemplo, el incremento de precio
entre mil cuentas no verificadas telefónicamente o ya verificadas puede
ir desde los $400 a los $1800. La naturaleza asimétrica de la red hace
que en muchas ocasiones interese “madurar” cuentas, desde las que se
sigue a muchos usuarios y que incluso se siguen entre sí, dando lugar a
redes que resulta muy difícil desentrañar si no se tiene la posibilidad
de acceder a una visión agregada.
¿Qué razones alimentan el desarrollo de este mercado negro de cuentas
falsas? Además de los propósitos directamente delictivos, como la
creación de cuentas para enviar vínculos de malware o de spam,
el uso fundamental responde al intento de simular un nivel de
relevancia que no se tiene o que no se ha obtenido aún, en esquemas que
acomodan desde la más pura vanidad personal hasta objetivos corporativos
de entidad más elevada. En muchos casos, hablamos de personas que o
bien perciben un beneficio del hecho de aparentar una relevancia mayor
de la que tienen, tales como personas con una vertiente pública
determinada, políticos,
etc., o usuarios que acceden a Twitter y necesitan generar una dinámica
de crecimiento elevada, que puede resultar difícil o más lento obtener
si parten de un número reducido. En otros casos podemos hablar de un
“uso inverso”: comprar followers para una empresa o un
candidato rival, para posteriormente exponer el esquema y caracterizarlo
como fraude. El mismo esquema se utiliza en YouTube, donde el número de
visualizaciones se utiliza como invariable espaldarazo de popularidad y
eso lleva a que aparezcan servicios que venden cinco mil
“visualizaciones” por diez o quince dólares. Aproximaciones como la de Klout,
que deriva indicadores de relevancia no solo de la actividad de una
cuenta, sino del nivel de respuesta generada entre aquellos que la
siguen expresada en variables como respuestas, retweets o favoritos, dan lugar a un entendimiento muy superior de este mercado y de las dinámicas que lo sostienen.
¿Puede justificarse el uso de esquemas de compra de followers
en algún tipo de estrategia? En principio, la sola mención del recurso a
un sistema de este tipo por parte de cualquier tipo de agencia, asesor o
“experto” debería ser suficiente como para que dejásemos de utilizar
sus servicios y saliésemos por la puerta de sus oficinas sin intención
alguna de volver a entrar. Aunque un crecimiento de followers
determinado pueda supuestamente servir para estimular la visibilidad de
una cuenta recién creada o para “prender la mecha” en determinadas
pautas virales, el uso de ese recurso no solo suele ser relativamente
fácil de detectar y de exponer, sino que, además, suele generar una
dinámica equivocada y poco sostenible, un atajo que puede fácilmente
terminar por salir caro, y que no define a un “listo”, sino
sencillamente a un sinvergüenza. Que un fraude afecte a variables que
una parte de la sociedad no es aún capaz de entender no lo convierte en
menos fraudulento, y debe ser utilizado para definir con claridad una
categoría moral.
Sin embargo, el mercado de followers falsos no solo no
parece estar en recesión, sino que manifiesta unas características de
estabilidad notables, una elevada resiliencia a las nuevas medidas
desarrolladas por las redes sociales, y esquemas razonablemente lucrativos.
¿Llegaremos a un futuro en el que robots con programas sofisticados
desarrollen identidades ficticias completas que simulen personas reales,
con actividades que siguen gustos, dinámicas y sesgos propios? ¿Un
ejército de perfiles falsos con vidas virtuales propias que siguen
comportamientos sociales subastados al mejor postor, y que lleguen a
resultar verdaderamente difíciles de diferenciar de un perfil de una
persona real? La idea resulta como mínimo provocativa, digna de un libro
de Philip K. Dick llevado a un escenario virtual: en muchos sentidos,
el desarrollo de las heurísticas utilizadas para diferenciar cuentas
reales de ficticias supone un paralelismo casi perfecto con el test Voight-Kampff utilizado en Blade Runner para
diferenciar a las personas de los robots, y las “mejoras” progresivas
introducidas en ese mercado negro de perfiles falsos sugiere una posible
evolución de este tipo. ¿Vamos de verdad hacia un futuro repleto de
“replicantes” sociales que inician supuestas tendencias y fenómenos
virales variados en función de intereses comerciales para que grupos
determinados de humanos los sigan como borregos?
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