Cada vez se habla más de la llamada “economía de la experiencia“:
supuestamente, el desarrollo de la web social, con la caída radical de
las barreras de entrada a la comunicación, da lugar a un entorno en el
que las empresas buscan desesperadamente ya no perseguir o acosar al
cliente con su marketing, sino ser capaces de proporcionarle
“experiencias”, momentos vinculados a la relación que hagan que ese
cliente desee compartirlos.
De una época en la que se asumía que las menciones en las redes
sociales eran por lo general negativas, que las percepciones positivas
eran consideradas “lo normal” y por tanto no mencionadas y que la
interacción se regía con un criterio del tipo ”hombre muerde a perro“,
estamos pasando a una progresiva apreciación y a un incremento de las
menciones positivas, que algunas marcas intentan fomentar adoptando una
actitud cada vez más conversacional, en muchos casos logrando
convertirse en radiantes casos de éxito.
La experiencia de cliente, sin embargo, sigue en muchos casos muy
alejada de este tipo de concepciones, hasta el punto que muchos piensan
que es necesario un relevo generacional completo para que determinadas
actitudes lleguen a cambiar. Pensemos, por ejemplo. cómo suele discurrir
la interacción entre un cliente y, por ejemplo, una compañía de
telecomunicaciones, o de seguros, o de muchas otras industras: todas,
absolutamente todas las interacciones entre la compañía y el cliente,
desde la primera hasta la última y salvo muy escasas excepciones, tienen
lugar en un contexto profundamente desagradable. El cliente percibe el
contacto como un “ataque”, como una ofensiva, como un molesto “pop-up”
en su actividad. Y la percepción no es casual: las acciones de cara al
cliente no buscan el desarrollo de la experiencia, sino lisa y
llanamente vender más. El vocabulario utilizado – campaña, target,
etc. – tienen un origen casi militar, centrado en la “captura”, en el
objetivo cortoplacista de “vender más” a cualquier coste, sacrificando
completamente la sostenibilidad de la relación.
Todas las veces que mi compañía de telecomunicaciones me ha
contactado recientemente han sido recibidas con la misma expresión de
desagrado, y dicha expresión ha demostrado ser completamente
justificada: cuando no era venderme un servicio adicional, era tratar de
engañarme vendiéndome algo que no quiero ni necesito, colocándome un
producto que me comprometía a un cambio en las condiciones destinado a
prolongar la relación mediante el recurso a penalizaciones por ruptura
del contrato, o bien ofreciéndome unas condiciones que, al verlas, te
llevan automáticamente a pensar que “y si me podías estar aplicando esa
tarifa, ¿que diablos hacías aplicándome esta otra… además de robarme y
traicionar mi confianza?”. Las compañías de telecomunicaciones son
máquinas de estafar: cuando no están pendientes de que pongas un pie
fuera de tu país para atizarte un estacazo en la factura, están
ofreciendo condiciones maravillosas a nuevos clientes que no ofrecen a
aquellos con los que ya mantenían una relación. Nada nuevo bajo el sol.
En las aseguradoras, por ejemplo, la relación es aún peor: hace poco, un
intento de cancelación de un seguro de hogar con una compañía resultó
en un contraataque de la compañía con una tarifa por debajo del 50% del
precio que estaba pagando. ¿Resultado? La firme decisión de cancelar
toda la cartera de seguros que tengo con esa compañía que,
sencillamente, ha demostrado haber estado estafándome durante años.
Antes, este tipo de relaciones eran “lo normal”: los cliente asumían
que “las cosas eran así”, que todas las compañías mantenían con sus
clientes una relación con esquemas básicamente predatorios, y que el
cliente debía tratar de negociar para obtener el mejor precio, la mejor
tarifa, las condiciones ideales. A cada paso, con la antena siempre
puesta para ver si alguien conseguía un tratamiento mejor, con el
gatillo siempre presto a disparar. Agotador. Ahora, cada día más, este
tipo de tratamiento, esa mala experiencia de cliente, ese intento de la
maximización de la relación en perjuicio de la sostenibilidad de la
misma, redunda en un tweet o en un comentario en una red social
citando el nombre de la compañía y tildándola de estafadora. La
progresiva bidireccionalidad del entorno ha forzado un cambio de la
percepción de los clientes, un desplazamiento de los valores
considerados óptimos en la ética empresarial, una evolución que sigue en
muchos sentidos los principios del Cluetrain Manifesto,
y al que muchas compañías se niegan tercamente a adaptarse,
persistiendo en actitudes que en comparación, te hacen sentir que te
claramente te estás relacionando con una empresa del siglo pasado.
Obviamente, el cambio de actitud no tiene por qué redundar en menores
ingresos: redunda, por lo general, en ingresos más sostenibles, en
lealtades de cliente mayores, o en preferencias más asentadas. Frente a
las actitudes mercantilistas que estimulaban al cliente “subastero”, al
que adjudicaba su transacción cada vez al mejor postor, surgen actitudes
más positivistas, más centradas en otros aspectos, más en búsqueda de
ese componente experiencial, de esa situación que busca ser compartida,
que convierte al cliente casi en un apóstol, en alguien que recomienda
activamente la marca a su red. ¿Qué tiene que pasar para que este tipo
de actitudes, ya repetidas hasta la saciedad en las escuelas de negocios
y en los libros de texto, vayan empezando a asentarse en las compañías?
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