La disyuntiva lleva ya cierto tiempo servida: crear
aplicaciones completamente cifradas y con privacidad garantizada a prueba de
bomba es, desde un punto de vista puramente técnico, enteramente posible y
relativamente sencillo. Apple, de hecho, lo ha convertido en un argumento
comercial, en una parte de la propuesta de valor de sus productos: “nuestro compromiso con tu privacidad no termina con una petición
de información de un gobierno“. La opinión de la compañía es, sencillamente,
que las acciones del gobierno de su país demuestran que ha entendido mal el balance entre seguridad y privacidad, y
que es su papel contribuir a rebalancear ese equilibrio mediante productos cifrados que la compañía no tiene posibilidad razonable
de descifrar.
La propuesta de Apple se convierte así en el mejor apóstol de las teorías
expuestas por ese “Cypherpunks“ de Julian Assange cuya versión española tuve el honor de prologar: el cifrado
nos hará libres. Pero la propuesta no solo es transgresora desde un punto de
vista testimonial: en los Estados Unidos, no menos de nueve investigaciones
policiales a lo largo del pasado año se han visto obstaculizadas por la
infranqueable política de privacidad de Apple, razón que parece estar llevando a
las autoridades a plantearse la prohibición directa de toda herramienta que no permita el acceso a
la policía, supuestamente controlado mediante orden judicial.
El resultado son las conocidas como “Crypto
wars“, que cuentan ya con su propio artículo en Wikipedia: los intentos
del gobierno norteamericano de limitar el uso de cifrados fuertes por parte de
los ciudadanos. ¿Deben los ciudadanos tener la libertad de proteger sus
comunicaciones y archivos privados utilizando cifrados fuertes realmente
seguros, o debe el gobierno forzar a los programadores y comercializadores de
esas herramientas a construir puertas traseras que permitan el acceso
judicialmente controlado de las autoridades? En el fondo, una
discusión muy antigua, pero que Apple ha conseguido volver a poner de
actualidad.
Toda puerta trasera implica la introducción deliberada de una vulnerabilidad,
que como resultado, debilita la seguridad del conjunto. Los ciudadanos demandan
la privacidad de las herramientas de comunicación que figura establecida como
uno de los derechos fundamentales, pero esa misma garantía de inviolabilidad que
exigen a sus herramientas se convierte en relativa cuando piensan en su posible
uso por parte de terroristas o delincuentes de diversa índole. Privacidad para
mi sí, pero no para los malos, como si eso fuera de alguna manera posible. El
compromiso de permitir el acceso únicamente cuando exista una sospecha razonable
y un juez lo autorice bajo las debidas garantías de independencia es un sistema
que también ha fallado, y las revelaciones de la era post-Snowden son una buena prueba de
ello. Por otro lado, el actual ecosistema de desarrollo, con infinitos actores
capaces de poner en marcha y popularizar herramientas de comunicación con
barreras de entrada cada vez más bajas – en general representadas más por la
presencia del efecto red que por la dificultad de acceso al mercado como tal –
hace difícil pensar que una hipotética demanda de control por parte del gobierno
norteamericano fuese a tener el más mínimo efecto: en este momento tengo
instaladas herramientas de mensajería creadas en España, en Rusia y una tercera
con base en Islandia que afirman garantizar la seguridad de mis comunicaciones.
El cifrado fuerte se ha convertido en una demanda de muchos clientes, en algo que toda herramienta de mensajería pretende ofrecer. El
sueño del control de las comunicaciones se desvanece a medida que más empresas
deciden construir sistemas basados en protocolos de cifrado realmente
robustos.
El debate, por tanto, ya no es tecnológico, sino de otro tipo. El derecho a
la inviolabilidad de las comunicaciones implica la posibilidad que toda persona
tiene de no ver su correspondencia y comunicaciones sujetas a vigilancia,
independientemente de cuál sea el contenido de esa comunicación, sea un mensaje
a un amigo o los planes para destruir todo atisbo de la civilización occidental.
No se trata del derecho a mantener las narices de la policía alejadas de
nuestros mensajes, sino del derecho de los emisores de esa comunicación a tener
únicamente ellos las llaves de la misma. Obviamente, eso no implica que la
policía no pueda hacer nada: en algunos casos, puede tratar de obtener los datos
en tránsito a través de las empresas de comunicaciones. En otros, puede castigar
al acusado por impedir la investigación policial. Lo que parece claro es que,
dada la opción de cifrar de manera segura sus comunicaciones y sus datos, la
mayoría de los usuarios optarán por hacerlo, lo que supone un nuevo escenario de
cara a la actuación policial. Para bien y para mal. E.Dans
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