El asunto Guillermo Zapata, primer cargo municipal que dimite antes prácticamente de llegar a sentarse en la silla de su despacho a causa de una serie de tweets escritos
hace varios años, es algo sobre lo que conviene tratar de reflexionar:
se trata de una situación con muy escasos precedentes en la democracia
española, y que mucho me temo que puede llegar a traer bastantes
consecuencias.
La
primera regla básica en este tipo de análisis es tomar una razonable
distancia: no conozco directamente a Guillermo Zapata, no tengo más
interés en este tema que el de tratar de analizar lo sucedido, y soy
consciente de que se trata de una cuestión intensamente polarizada sobre
la que resulta difícil mantener una discusión con aportes positivos. Ni
se me ha perdido nada defendiendo al señor Zapata, ni es para nada la
finalidad de mi análisis. Vaya por delante, además, que como ya comenté cuando recientemente analicé la campaña de Manuela Carmena,
no voté a la lista en la que se encontraba Guillermo Zapata: ni resido
en Madrid, ni me siento personalmente identificado con su programa.
Creo
que lo primero que debemos plantearnos es el resultado final de todo
este asunto: Guillermo Zapata ha dimitido como delegado de Cultura – no
como concejal – y se ha convertido en la primera crisis para el gabinete
municipal de Manuela Carmena, una crisis que ha tenido lugar antes de
que hubiesen tenido tiempo de llevar a cabo ningún tipo de gestión y que
además amenaza con extenderse a otros miembros de la corporación
municipal. Pero planteémonos los hechos: un mínimo análisis indica que
esta persona, indudablemente, adolece de un muy escaso sentido de la
prudencia y posee un evidente mal gusto a la hora de interpretar el
humor. No cabe la menor duda: algunos de sus tweets no
son para nada disculpables, con contexto o sin él, y jamás seré yo el
que pretenda hacerlo. En lo personal, el humor negro tiende a resultarme
incómodo, y cuando tiene la posibilidad de convertirse en hiriente, me
lleva casi en todos los casos a sentir una fuerte empatía con el que lo
sufre.
Pero
sinceramente, creo que todo aquel que se haya molestado en investigar
un poco este asunto en lugar de simplemente disparar desde la cintura,
desde el primero que ha pedido la dimisión de Zapata hasta el último que
la ha jaleado, saben perfectamente que hablamos de unos tweets que han sido desprovistos de su contexto,
y sobre todo, que no hablamos de una persona sospechosa de actitudes
antisemitas. Estamos haciendo dimitir por antisemitismo a alguien que
todo indica que no lo es, con todo lo que ello conlleva. A los medios
extranjeros se les ha vendido una historia falsa, que pretende pintar a
una persona como negacionista del holocausto, cuando en realidad no
tiene ningún atisbo de serlo, y estaba simplemente participando –
desafortunadamente, pero participando – en una discusión sobre los
límites de Twitter como herramienta comunicativa. Los tweets con
desafortunadísimas referencias a víctimas del terrorismo o del crimen,
también eran en parte el resultado de una discusión – de ahí los
entrecomillados – y si no lo eran, tiendo a pensar que sería mucho más
adecuado saldarlos con una disculpa. El humor negro, mientras no se demuestre lo contrario, no es un delito.
No me gusta que hagan daño a nadie y menos a quienes han sufrido una
terrible pérdida, pero lo siento, no tengo claro que el tener mal gusto o
el hacer humor negro merezca la pena de exclusión de la vida pública.
El
resultado final de esto es que la persona que Manuela Carmena opinaba
que era la mejor para un cargo, no va a poder desempeñarlo, y se va a
poner en su lugar a una segunda opción – presumiblemente menos preparada
para ese cargo si suponemos un mínimo de buen juicio a la recientemente
nombrada alcaldesa. Además, nos disponemos a ver cómo la oposición,
dando un nuevo sentido al calificativo “constructiva”, se dedica a
escarbar en los timelines de
todos sus oponentes hasta mediados de 2006, fecha en la que Twitter
inició sus actividades, buscando tweets que puedan funcionar como
explosivos con los que hacer un trabajo de demolición. Y ojo: no
hablamos de la responsabilidad del político a la hora de entender que
sus declaraciones podrían ser interpretadas con literalidad, sino de
la literalidad aplicada a personas que ni siquiera eran políticos ni
personajes públicos cuando dijeron lo que dijeron. En realidad, estamos
hablando – y esto me parece mucho más peligroso – de una auténtica
barrera de entrada para todo aquel que no haya sido toda su vida un
político profesional. En una época en la que muchos parecen pedir una
renovación de la política, resulta que nos vamos a dedicar a investigar
todo lo que cualquier ciudadano dijo en Twitter a lo largo de toda su
vida, por si acaso encontramos algo que poder tirarle a la cara.
Sinceramente, no creo que muchos puedan superar ese escrutinio: quien no
tiene un mal chiste o un comentario desafortunado, tiene un calentón o
cualquier frase en una discusión susceptible de ser desprovista de su
contexto. En mi timeline hay más de veinte mil tweets:
tengo la sana intención de mantenerme toda mi vida alejado de cualquier
tipo de responsabilidad política, pero si no fuera así, estoy seguro de
que alguno o varios de ellos me lo impedirían.
¿Tiene
algo de bueno hacer que cualquier ciudadano, sea o no político, tenga
que pensarse el escribir algo en Twitter si su abogado no está presente?
¿Tiene sentido someter a ese minucioso escrutinio a toda persona que
pretenda asomarse a la vida política? ¿Es bueno privar a la sociedad de
los aportes que muchas personas válidas podrían haber hecho en caso de
se propuestos para un cargo público? ¿Es mejor que solo puedan dedicarse
a la política aquellos que siempre han mantenido una exquisita
prudencia en su comunicación en redes sociales, o que cuentan con
asesores específicamente encargados de ello? ¿Pretendemos que todo aquel
que se plantee iniciar una carrera en el mundo de la política tenga que
eliminar todas sus cuentas “por si acaso” no resisten esa especie de
malintencionada “prueba del pañuelo”? ¿Es así como pretendemos dotar de
transparencia a la vida política?
“Dadme seis líneas escritas por la mano del hombre más honesto, y yo encontraré algo para hacerlo ahorcar”.
No
puedo opinar sobre si Guillermo Zapata debía o no ser ahorcado o sobre
su nivel de honestidad, porque repito, ni lo conozco, ni he hablado con
él en mi vida, ni tengo elementos de juicio en uno u otro sentido, pero
sí tengo claro que muchos se han encontrado muy cómodos jugando a la
estrategia política parafraseando al cardenal Richelieu – y Zapata, con
su escasa mesura o su incontinencia twitteadora, se lo ha puesto
enormemente fácil.
El
resultado final de todo esto es un enrarecimiento todavía mayor del
clima político, que no creo que sea lo que necesitábamos en este país.
Con sinceridad, no sé de quién es la culpa: la formación política en la
que se encuadra Zapata ha demandado en todo momento un nivel de
supervisión extremo de todo lo que un político hace o dice – llevados en
parte por lo nauseabundo de un clima de corrupción generalizada – que,
sencillamente, no han resistido cuando se les ha aplicado a ellos
mismos, porque aunque alguien pueda llegar a ser absolutamente decente,
es prácticamente imposible que sea capaz de parecerlo en todo momento.
Si Twitter pierde alguna parte de su creciente papel como herramienta de
comunicación política y ciudadana porque ya nadie se atreve a escribir
nada sin someterlo a un rigurosísimo escrutinio, creo sinceramente que perderemos mucho más de lo que podemos ganar. E.Dans