Para cualquiera que viaje habitualmente y busque un mínimo de comodidad, hace ya tiempo que la tarea de cambiar dinero en los aeropuertos o de sacar dinero en metálico en los cajeros se ha ido convirtiendo en algo cada vez menos habitual. En los Estados Unidos de hoy, entre las tarjetas de crédito, las herramientas como Apple Pay o Google Wallet, o las aplicaciones como la de Uber o la de Starbucks (que ya procesa siete millones de transacciones económicas cada semana), el uso del dinero en metálico está disminuyendo a a gran velocidad. La única razón que me ha llevado a sacar algo de dinero de un cajero ha sido el poder dejar propinas en el hotel a quien te sube las maletas o te arregla la habitación, un uso ya reducido prácticamente a la última expresión: todo el resto de transacciones económicas, desde comidas y cenas en restaurantes hasta la compra del más diminuto souvenir, tienen lugar mediante medios puramente electrónicos. Una sensación que ya tuve hace algún tiempo en un viaje a Londres de dos días en el que no llegué a tocar dinero en libras para absolutamente nada. Pero sin necesidad de salir de tu país, la gran verdad es que el papel del dinero en metálico está disminuyendo a marchas forzadas: hay semanas que se me pasan enteras con los mismos billetes y monedas en el bolsillo, a pesar de moverme por mi ciudad o consumir productos de todo tipo.
¿Estamos realmente dirigiéndonos hacia un ocaso del dinero en metálico? Los usos y costumbres sociales, fundamentalmente llevados por la comodidad, indican que sí. Pocas experiencias se comparan con la de salir de casa con el smartphone en el bolsillo, meterse en un coche que te lleva a donde quieres ir y que simplemente tengas que esperar a recibir un correo electrónico para evaluar al conductor, comprar cosas en una tienda y pagar acercando tu móvil al terminal tras identificarte con tu huella digital y tomarte un café confirmando la transacción en una app. Aunque por supuesto, nuevos escenarios planteen nuevos problemas, como el recientemente ocurrido cuando una serie de delincuentes lograron acceso a las aplicaciones de clientes de Starbucks con contraseñas poco robustas y encontraron una manera de rellenarlas con la tarjeta de crédito que tenían establecida por defecto, sin necesidad de conocer su número de cuenta: la respuesta de la compañía ante el incidente fue simplemente la de recomendar mejores prácticas a la hora de establecer contraseñas.
El problema evidente de una sociedad sin dinero en metálico es, una vez más, el dilema de la privacidad. Para muchas transacciones y muchas personas, la privacidad es un elemento que puede estar entre lo secreto y lo simplemente discreto. No, no es como tal un secreto ni algo prohibido por la ley el que alguien pueda querer comprarse preservativos con sabor a chocolate, acudir a un local de ocio de reputación cuestionable, pero tampoco tiene por qué tener el menor interés en que esas transacciones figuren en un registro determinado. De ahí que para muchos, la jubilación de una tecnología ya tan amortizada y no exenta de problemas como la del dinero en metálico debería corresponderse con el desarrollo de otras tecnologías que devolviesen al usuario la posibilidad de llevar a cabo transacciones realmente privadas si así lo desea. La respuesta, para muchos, está en tecnologías relacionadas con el bitcoin, concretamente la del blockchain, que podría estar llamada a protagonizar una auténtica revolución y que ya está siendoensayada en mercados como el NASDAQ.
De una manera o de otra, la tendencia está más que clara. Que se produzca privilegiando unos aspectos o los otros tendrá más que ver con la inevitabilidad de los procesos de adopción tecnológica que con la disponibilidad de unos desarrollos que, a todos los efectos, ya están aquí. Vayamos pensando en ello.