Una visita a la fantástica (y muy densa) exposición de
Ferran Adrià en el Espacio Fundación Telefonica en la Gran Vía madrileña me
lleva a reflexionar sobre la atención que desde hace ya algún cierto tiempo
genera la llamada “industrialización de la innovación”.
El tema se está convirtiendo en una de los grandes
preocupaciones de muchas empresas en nuestros días. O al menos, de aquellas que
son conscientes de la importancia crucial que ha adquirido la innovación: cómo
mantener sus características punteras o de vanguardia frente a tendencia natural
hacia la inercia organizacional.
El enemigo número uno se llama isomorfismo
institucional: la tendencia de cualquier sistema a alcanzar el equilibrio
adquiriendo cada vez más características de su entorno normativo. El isomorfismo
se infiltra en las organizaciones procedente de todas partes: de la llegada de
directivos y trabajadores de otras empresas de la industria, de la imitación más
o menos consciente de la estrategia y los movimientos de empresas supuestamente
líderes, del uso de determinadas herramientas, de procesos de homologación
exigidos por la administración o por asociaciones de estándares de diversos
tipos… Podemos hablar de isomorfismo normativo, mimético o coercitivo, pero el
resultado es siempre el mismo: el dinamismo y la ruptura de reglas que en su
momento hicieron de esa compañía “algo diferente” tiende a perderse, a diluirse,
a sustituirse por una cultura más basada en la estabilidad.
Plantéese qué recursos y procesos contribuyen en su
empresa a la innovación y cuales al isomorfismo. Mantener la cultura innovadora
exige conocer al enemigo: luchar por todos los medios contra el isomorfismo. Y
además, hacer que los procesos que alimentan la innovación se conviertan en una
seña de identidad, en un valor de la organización. ¿El premio? Incalculable. E.Dans