¿En qué momento pasaron las empresas discográficas de
ser empresas que defendían los legítimos intereses de los artistas, a
convertirse en una mafia que presionaba a los gobiernos para obtener leyes que
persiguiesen a sus usuarios y vulnerasen sus derechos fundamentales? ¿Cuándo, en
la percepción colectiva, dejó de ser una editorial un vehículo transmisor de
cultura para pasar a ser una empresa que insultaba a sus clientes y demandaba
para ellos medidas coercitivas? ¿A raíz de qué acción o momento pasaron los
taxistas de ser trabajadores en peligro que defendían unos derechos legítimos, a
ser una mafia amenazante que se dedica a acosar a conductores y a incendiar sus
coches?
Los fenómenos de disrupción facilitados por el desarrollo tecnológico siguen
un ciclo que, tras ser testigo de unos cuantos, suele repetir bastantes de sus
elementos. En la primera fase, el nuevo entrante suele generar una cierta dosis
de curiosidad, de perplejidad, que llega a la simpatía. Entender el cambio que
da origen a la disrupción es algo que aporta elementos de ingenio: el
emprendedor ha sido capaz de idear un sistema que rompe las reglas, que evita
una barrera de entrada determinada, y de dar lugar a un efecto que, de una
manera general, suele ser percibido como una ventaja para el usuario. En esta
fase suele tener lugar una adopción relativamente rápida, determinada por la
curiosidad y el interés por la prueba, por una búsqueda de una posición algo más
informada.
En una segunda fase, y tras un análisis algo más detallado o la exposición a
opiniones de ambas partes, es habitual que surjan conclusiones algo más
matizadas: se tiene a pensar en el impacto social, en los derechos o la
situación de los perjudicados, en los efectos a medio y largo plazo, en las
posibles consecuencias de impactos similares sobre otras actividades… En esta
fase, además, los afectados suelen iniciar actividades de resistencia, que
pueden ir desde declaraciones más o menos altisonantes a otro tipo de acciones,
tales como denuncias, protestas, huelgas, etc.
Esa segunda fase resulta crítica: la capacidad del colectivo afectado para
explicar su situación de manera exitosa es fundamental y decisivo a la hora de
definir la percepción social vinculada con el fenómeno disruptivo. Acciones con
connotaciones agresivas, actitudes percibidas como grandilocuentes o
prepotentes, cerrazón y rechazo irracional a todo cambio, o efectos que generen
molestias a los usuarios pueden determinar que o bien las actitudes colectivas
pasen a favorecer al nuevo entrante y tenga lugar un proceso de adopción masivo,
o bien surja un cierto movimiento de apoyo, de simpatía hacia la industria que
sufre el impacto de la disrupción. Es un momento clave, un importante punto de
inflexión en el proceso que puede determinar en gran medida el nivel de adopción
del nuevo entrante, o en muchos sentidos, el futuro a medio plazo de la
industria.
En el caso del transporte colaborativo frente a los taxistas, el desarrollo
de una percepción colectiva está afectado por las acciones de ambas partes:
resulta difícil encontrar alguna movimiento por parte de los taxistas que haya
sido capaz de generar algún efecto positivo. Un colectivo que a base de
protestas mal entendidas, de argumentos prácticamente infantiles y de actitudes
generalmente amenazantes o insultantes en redes sociales han logrado el dudoso
mérito de pasar a ser percibidos como una especie de mafia informal, que lo
mismo provoca un boicot a un evento, que amenaza a una persona en concreto, o
genera molestias a todos los usuarios paralizando una ciudad. En general, la
actitud de los taxistas es casi un compendio de cómo no hacer las cosas: un
desastre que solo puede ser atribuido a la carencia de estructura de una
industria en la que no existen asociaciones o patronales con una mínima
representatividad o un nivel mínimo de planificación estratégica.
Si el mayor crecimiento en descargas de la app de Uber tuvo lugar
con las protestas y las huelgas de los taxistas, la reciente escalada violenta y
los casos de agresiones a personas y vehículos en Barcelona han
hecho que ahora muchos usuarios prefieran utilizar Uber porque prefieren dar su
dinero a un simpático conductor con una evaluación de más de cuatro estrellas y
percibido como “débil”, frente a entregárselo a un taxista convertido en el
imaginario colectivo en integrante de un grupo mafioso organizado que se dedica
a perseguir y a quemar vehículos. Alucinante, porque ese es precisamente el
juego de las percepciones: a nadie le importa que sobre el total, ese tipo de
actitudes sean completamente minoritarias, o que la gran mayoría de los taxistas
proporcionen un servicio irreprochable. Lo importante en la construcción de la
opinión pasa a ser la noticia y la foto del vehículo quemado.
En el otro lado, Uber: mientras otros participantes o entrantes en el
transporte colaborativo, por lo general sensiblemente más pequeños en términos
de recursos, han tratado de permanecer al margen de la polémica, Uber ha asumido
un papel de liderazgo y ha adoptado una posición frontal, con una clara
estrategia detrás y actuaciones perfectamente planificadas. Ha tratado de
explicar su modelo, de posicionarlo como algo natural fruto de la disponibilidad
de una tecnología y de la no necesidad de unas restricciones, e incluso lo ha
encuadrado dentro de un modelo que trata de ir mucho más allá de la idea del
transporte de viajeros y alcanza la redefinición completa de las ciudades en
base a ideas que podrían llegar a tener sentido.
Por otro lado, también se ha visto en Uber una actitud marcadamente agresiva:
estrategias
de relaciones públicas cuidadosamente planificadas y que no rehuyen la
confrontación directa, periodistas investigados, competidores a los que se ataca directamente, inversores y analistas amenazados con listas negras… la
impresión empieza a ser que la compañía tiene claro que el fin justifica los
medios, sean cuales sean estos. Una actitud que podría estar empezando a asustar
a algunos inversores de los que aspiran a completar las fastuosas rondas que la
han llevado a una valoración que supera ya los 18.200 millones de
dólares.
En la adopción de innovaciones disruptivas, la construcción de las
percepciones sociales juega un papel importantísimo, y define en muchas
ocasiones las barreras mentales que un usuario debe superar para probar o
consolidar el uso. De nuevo, Uber se convierte en un caso capaz de aportar
muchos elementos interesantes al análisis. Para bien y para mal. E.Dans
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