El community management está convirtiéndose
en una de las bolsas de empleo de mayor crecimiento en los últimos tiempos.
Con el rápido crecimiento de la popularización de las redes sociales, las
empresas se han encontrado de manera cada vez más acuciante con la necesidad de
estar presentes en un entorno en el que no estar significaba que la conversación
transcurriese sin su participación, sin ningún tipo de interlocución válida, y
se han lanzado a la contratación de community managers de los más
diversos perfiles.
El mercado, como no podía ser de otra manera, ha respondido. De la noche a la
mañana, surgieron cursos de community management de debajo de las
piedras, como una moderna versión de la fiebre del oro. Y una vez más, los que
ganaron dinero fueron los que vendían palas, cedazos y mapas. En la oferta
formativa había como siempre, de todo: cursos buenos, regulares, malos y muy
malos, y en realidad, la evidencia de que, como en todas las cosas, la formación
puede contribuir a la excelencia, pero no es ni con mucho el único factor. La
experiencia en la red gestionando comunidades, el hecho de llevar tiempo
gestionando una página propia, la sensibilidad, el sentido común o el
conocimiento de la industria seguían siendo factores fundamentales a la hora de
desarrollar una buena labor de community management. Labor que, por
otro lado, se iba probando más y más estratégica a medida que surgían problemas
derivados de una gestión ausente o imprudente.
Parece claro que el perfil de community manager no tenía nada que
ver con “un jovencito que sepa mucho del Facebook”. Que las relaciones directas
con clientes o personas interesadas en tu empresa que querían recibir atención
directa a través de las redes sociales no era algo que pudiese ser llevado a
cabo por el primer supuesto “joven habilidoso” que pasase por delante de la
puerta. Lo que necesitábamos era alguien con experiencia, no un “entry-level
job”. Alguien que, preferentemente, hubiese pasado por varios
departamentos, y conociese el tipo de problemas que habitualmente aquejaban las
relaciones de la compañía con sus usuarios, clientes o con la sociedad en
general. Que pudiese plantarse en la puerta de un director general sin
pestañear, y decirle que necesitaba unas declaraciones suyas porque la magnitud
de un problema determinado así lo requería. Y sobre todo, de alguien que
entendiese que sin la necesaria coherencia en el resto de las maneras de actuar
de las compañías, su trabajo era un suicidio, porque sin consistencia, no se
puede gestionar ninguna relación con nadie que tenga un mínimo de dos dedos de
frente.
No, el papel del community management no era hacer concursos y
rifas, ni jugar a tener más “Me gusta” o más “followers”, como si eso
significase algo cuando algunos llegaban a ser tan imbéciles que incluso jugaban
a pagar para tener como seguidores absurdas cuentas vacías creadas por robots.
Pero la culpa del fracaso de la mayoría de las estrategias centradas en torno al
community management no fue de los propios community managers,
sino del modelo de gestión que pretendimos imponer a los mismos. Llevados por un
mecanicismo muy habitual en las compañías, intentamos rodear la labor del
community manager de métricas de todo tipo. Como de alguna manera nos
sonaba a “intangible”, tratamos de convertirlo en algo riguroso, en porcentajes
de incremento, en números fríos, en magnitudes comparables. Objetivos mensuales,
rutinas absurdas y procedimientos rígidos que generaban aburrimiento y
desencanto, reglas escritas en piedra sobre la forma de evaluar tal o cual
acción…
Decididamente no era esa. El énfasis en el community management no
tenía nada que ver con replicar los errores en la atención al cliente pasando a
cometerlos a través de otro canal. De hecho, cuando una empresa contrata a un
community manager, debería estar diciendo “voy a abandonar la forma que
tenía de tratar a mis clientes, y voy a reorientarla de tal manera que el
community manager tenga de verdad algo notable que contar”. Preocuparse
de la comunidad de clientes implica no considerarlos simplemente “animales que
cazar”, “impactos que conseguir a cualquier precio”, o fríos números en una
gráfica de cuota de mercado. Supone establecer relaciones, y poner al
community manager a gestionarlas cuando esas relaciones demandan
atención personal. Implica que las empresas, por un defecto de forma y una
limitación técnica de los canales que utilizaban, se han pasado muchas décadas
lanzando mensajes unidireccionales y no contestando a nada de lo que hubiese al
otro lado salvo que fuese una demanda judicial, y eso tiene que cambiar. Se
trata de entender que para una empresa, no puede tener ningún sentido engañar a
los clientes, porque en la era de la red y la comunicación instantánea, esto se
sabe en seguida. De nada sirve que nuestro community manager sea
amabilísimo y encantador, si ante la queja legítima de un cliente por la razón
que sea no puede hacer absolutamente nada, porque la mentalidad y las rigideces
de la compañía no lo permiten.
Las métricas pueden ser necesarias, pero son de otro tipo.
Tienen que reflejar que cada cliente es una historia, y que cada historia es
importante en sí misma. Que lo que las empresas realmente tienen que conseguir
no son amiguitos en Facebook o seguidores en Twitter, sino personas tan
satisfechas con sus productos, sus servicios o su nivel de interacción y diálogo
que se conviertan en auténticos embajadores de la marca. Que las empresas tienen
que hacerse tan sumamente transparentes, que realmente la labor del
community manager pase a consistir en señalar aquellos recursos que las
personas necesitan ver para entender por qué pasan las cosas, recursos que, de
por sí, ya estaban a la vista en la red. Eso, y hablar. Hablar mucho, con mucha
gente. Convertirse en referencia sobre la empresa y sus productos o servicios,
desarrollar un canal que permita que otras personas de la empresa puedan
expresarse y demostrar autoridad cuando la tienen, conseguir un modelo de
comunicación que haga que las cosas buenas que la empresa vive en su interior se
puedan ver en el exterior. Comunicar con voz humana, como se decía en aquel
libro de finales de los ’90 hoy completamente disponible en la red, “The
Cluetrain Manifesto“.
Las métricas no son necesariamente malas. Pero mientras no gestiones así al
community manager que gestiona a tu comunidad, las métricas te servirán
de poca cosa. No, no son métricas. Es un cambio de filosofía.
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