La digitalización progresiva de nuestro entorno nos ha
llevado a la generación de una cantidad ingente de datos sobre nuestros hábitos,
usos, costumbres y acciones de todo tipo. En la red, es evidente que todo
aquello que hacemos, las páginas que visitamos, los clics que dirigen nuestra
navegación, nuestras compras, etc. queda recogido en algún fichero
log y asociado bien a nuestra identidad, si hemos llevado a cabo un
proceso de login, o a algún sistema que permita la preservación de la
sesión entre acciones diferentes, como las cookies
o el digital fingerprinting.
Pero la generación constante de datos empieza cada vez más a abarcar mucho
más que el tiempo que pasamos delante de la pantalla. Más y más personas
empiezan a utilizar de manera habitual – o incluso de manera constante –
dispositivos que permiten cuantificar diversas variables que van desde la
ubicación hasta múltiples parámetros asociados generalmente con la actividad
física. El simple uso del teléfono móvil, asociado con la considera “mentira más
común en la red” que supone el simple clic con el que afirmamos haber leído los
términos de servicio de una app, (algo que habitualmente no hacemos
porque no suelen estar escritas en inglés, sino habitualmente en un “legalés”
que pocos dominan con soltura), puede permitir que el desarrollador de la
app pueda monitorizar sensores que evalúan desde nuestra ubicación
hasta el nivel de ruido ambiente, la temperatura, el desplazamiento en diversos
sentido (acelerómetros tridimensionales y giroscopio), la humedad, la luz o la
proximidad al cuerpo.
Dispositivos como Fitbit, Jawbone Up, Misfit Shine y
similares permiten medir parámetros como los pasos que damos, los pisos que
subimos, la actividad que desarrollamos, o incluso, conectados con otros
accesorios como una báscula, nuestro peso y porcentaje de grasa. Un pequeño
dispositivo como Scanadu
Scout permite evaluar en diez segundos apoyado en nuestra sien una variedad
de parámetros como temperatura corporal, presión arterial, tasa respiratoria,
nivel de oxígeno en sangre, pulso y nivel de estrés, y almacenar todas las
lecturas en la correspondiente aplicación. Los smartwatches, cada vez
más habituales, permiten evaluar constantes como la temperatura corporal, el
pulso, etc.: en su última conferencia
para desarrolladores, Apple, de la que se rumorea que está a punto de poner
en el mercado su iWatch con una especial relación con la salud, presentó una plataforma que
permite integrar toda la información generada por todos nuestros dispositivos y
wearables de todo tipo, para que pueda ser gestionada por médicos y
otros proveedores de servicios relacionados con la salud y el bienestar.
El smart home supone otro enorme campo de generación de datos: poder
controlar parámetros como la temperatura, la seguridad, la iluminación o el
contenido de nuestra despensa mediante dispositivos como Nest, Canary, Philips Hue, Amazon Dash y muchos
otros tiene una contrapartida clara: permitir que todos esos datos sean
gestionados por las empresas proveedoras del servicio de maneras que, en muchas
ocasiones, no llegamos siquiera a imaginarnos.
Para desarrollar su propuesta de valor, muchas empresas empiezan a plantearse
la explotación de los datos que sus usuarios generan. La idea puede parecer
interesante y tentadora: llegar a conocer a tu cliente puede generar una ventaja
competitiva sostenible, dado que permite ofrecer tu producto o servicio en unas
condiciones de adaptación que ese cliente valore, que lleguen a generar un sesgo
positivo en su elección del producto o servicio en función de esa adaptación, y
que dificulten que un competidor que conozca menos a tu cliente pueda igualar. Y
nuevas herramientas que reducen dramáticamente las barreras de
entrada a técnicas de analítica y machine learning sofisticadas están
alimentando la tendencia.
Pero la diferencia entre las empresas que llevan a cabo este tipo de
explotación y las que lo hacen mal puede llegar a ser notable. De ahí que el
desarrollo de una estrategia de gestión de datos resulte fundamental: no se
trata de acumular datos inservibles, ni mucho menos de alienar al cliente
haciéndole pensar que somos el equivalente privado o incluso el primo tonto de
la NSA que vigila todos sus movimientos.
¿Qué datos necesitamos realmente? ¿Cuál es el conjunto mínimo de datos que
debemos generar, cuáles debemos obtener de manera explícita – solicitándolos al
cliente – y cuáles de manera implícita – derivándolos del uso que el cliente
realiza de nuestros productos o servicios? ¿Para qué queremos esos datos?
¿Pretendemos realmente explotarlos con el fin de ofrecer a tu cliente una
propuesta de valor mejor, o más bien para acosarlo y perseguirlo de manera más
eficiente, o para vender el acceso a esos datos a terceros que no tenemos claro
qué pretenden hacer con ellos? ¿Qué tratamiento pretendemos dar a esos datos?
¿Vamos a ser oscurantistas, ocultar al cliente lo que sabemos de él, cómo los
utilizamos o con quién lo compartimos, o trataremos de gestionar la información
con la mayor transparencia posible, dando al cliente derechos tan básicos
como acceso, rectificación, cancelación y oposición? Y sobre todo, ¿cómo
pensamos gestionar la complejidad que todo este nuevo escenario va a
generar?
Orientar tu empresa a la gestión de datos del cliente para mejorar tu
propuesta de valor debe ser una opción cuidadosamente meditada, y sobre todo,
correctamente gestionada. Los usuarios comienzan a ser conscientes del valor de
la información individual o agregada que generan, y exigen recibir una parte
razonable de ese valor: recopilar sus datos de forma subrepticia, sin
explicarles para qué o sin un sentido aparente es algo que redundará en una mala
imagen. No custodiarlos bien también puede generar una imagen negativa, de
empresa poco seria o poco responsable con la que es mejor no hacer negocios. Con
los datos hay que ser minimalista: solo los estrictamente necesarios, explicando
muy bien por qué y para qué, con la mayor transparencia posible.
La diferencia entre ser percibido como un aliado que me proporciona un mejor
servicio y un siniestro espía dispuesto a perseguirme y acosarme con llamadas
comerciales molestas a la hora de la cena es muy sutil, y depende de factores
como la transparencia y la comunicación adecuada de lo que hacemos con los datos
del cliente. Podría dar fácilmente el nombre de empresas que saben mucho más de
mí que yo mismo y que, sin embargo, no me generan rechazo alguno… pero también
de otras que tienen solamente unos pocos datos sobre mí y que, por culpa de
haber compartido esos pocos dato con un gestor tan profundamente irresponsable,
recibo un acoso constante y molesto que me lleva a desear no haberlos conocido
jamás.
Hablamos de cuestiones que reclaman una gestión experta y responsable, a un
nivel de responsabilidad elevado. La aparición de cargos ejecutivos como el CDO,
o Chief Data Officer, no es una casualidad: supone una necesidad para
unas empresas que desarrollan su actividad en un entorno cada vez más rico en
información. Necesitamos personas capaces de diseñar una estrategia de
captación, tratamiento y uso de esos datos, siendo conscientes de las
posibilidades de la analítica avanzada, pero también capaces de ponerse en el
lugar del cliente para tratar de entender adecuadamente su percepción. Si no
tenemos aún una estrategia de gestión y un responsable para la misma en nuestra
compañía, vayamos empezando a pensar de qué manera nos lo vamos a plantear.
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