Una corriente de opinión parece estar iniciando una
cierta resistencia a la fortísima tendencia hacia el modelo de open
office u open
plan, de oficinas abiertas con mesas no separadas por paredes, que ha
conquistado la mayor parte del mundo corporativo: se calcula que hasta un 70% de
las oficinas en compañías norteamericanas siguen un modelo sin paredes o con
divisiones bajas, con muchas de las compañías de Silicon Valley, consideradas
abanderadas de tendencias modernas del management, liderando la corriente.
La razón para la transición hacia modelos de oficina abierta y sin paredes en
las que los trabajadores comparten espacios amplios se suponía que era una mayor
comunicación que fomentaba el trabajo en equipo, la comunicación y el
intercambio de ideas. Sin embargo, muchos afirman que, en realidad, el modelo de oficina abierta se está convirtiendo en una
trampa que provoca tasas de productividad y niveles de satisfacción mucho
menores.
El tema me resulta, desde un punto de vista personal, enormemente
interesante. Con la interrupción de mis cuatro años en UCLA, donde seguíamos un
modelo de cubículos asignados de manera fija con paredes altas que
proporcionaban un cierto nivel de intimidad, he disfrutado habitualmente de un
despacho individual tradicional, pero soy un absoluto convencido de las bondades
del modelo abierto. Sin embargo, ese mismo modelo abierto esconde, para mí,
enormes falacias que provocan los problemas que destacan varios de los artículos
que he mencionado anteriormente.
El modelo de trabajo abierto comenzó, en muchos casos, tratando de ofrecer un
mayor nivel de supervisión de la productividad. Eliminar las paredes permitía,
de un solo vistazo, comprobar que todo el mundo estaba trabajando, en lugar de
simplemente perdiendo el tiempo con otras distracciones en la pantalla. De
hecho, en muchos casos, esgrimiendo excusas como la necesidad de privacidad para
ciertas tareas, el modelo se convierte en una especie de “sistema de castas”, en
el que únicamente los trabajadores de determinado nivel disfrutan de despachos
individuales, mientras otros trabajan en espacios abiertos. Eso, en mi opinión,
no es un modelo abierto: es una basura clasista e injustificable.
Desde mi punto de vista, el único modelo abierto que realmente obtiene sus
objetivos y que he visto funcionar a un nivel increíble a la hora de cambiar la
cultura de una compañía es el modelo completamente deslocalizado, en el que las
personas carecen de espacios asignados y no está permitido dejar absolutamente
nada en la mesa: ni un solo papel, ni la foto de la mujer y los niños, ni un
simple cubilete con bolígrafos. Una simple asignación por zonas laxamente
definidas para cada equipo de trabajo. Por supuesto, eso afecta a todo el mundo,
desde el jefe más jefe a la última auxiliar administrativa, y se acompaña de una
serie de infraestructuras compartidas, algunas en modelo de reserva y algunas
otras que permitan actividades más espontáneas, como salas de reuniones o
cabinas para hablar por teléfono con cierto nivel de privacidad.
Un modelo así debe acompañarse de normas rígidas en el uso del espacio: de
nada sirve organizarse “teóricamente” de esa manera, si solo sirve para que
determinadas personas, usando modelos jerárquicos, se “atribuyen” determinados
sitios y los convierten en su “guarida”, que nadie ocupa y donde dejan todos los
objetos que quieren para “marcar el territorio”. En algunos casos he visto
incluso la “conquista” de infraestructuras teóricamente compartidas, pero que
alguien “se asigna” como propias. Pero bien gestionado y evitando abusos, ese
modelo tiene una virtud fundamental: es capaz, casi de manera instantánea, de
convertir el papel en algo del pasado. Cuando una persona no puede dejar cosas
en su mesa, desplaza automáticamente la totalidad de su información a la red –
por supuesto, suponiendo que se le proporcione la formación adecuada para hacer
uso de esas herramientas de manera eficiente y segura. Para mí, el papel es el
gran enemigo a erradicar de las compañías: todo lo que esté en papel circula
peor, se comparte peor y se administra peor: el papel es el gran enemigo a
batir.
Bien ejecutado y con los medios adecuados, un modelo de open
office puede generar auténticos cambios culturales en las compañías. Puede
proporcionar la libertad a los empleados para llevar a cabo su trabajo donde
mejor lo puedan hacer: en su casa para algunas tareas, en su lugar compartido de
trabajo para otras, además de fomentar esa buscada comunicación, intercambio de
ideas y trabajo en equipo. Apoyar el diseño de la oficina en herramientas que
permitan “reunirse” virtualmente con quien sea, esté en la oficina, en su casa o
viajando, con salas de reuniones dotadas de ese tipo de servicios y la adecuada
combinación de laptops, tablets y smartphones como
herramientas de trabajo con el software adecuado para extraerles partido de
verdad. Y por supuesto, ni una sola impresora ni fotocopiadora, ni fax. Con las
adecuadas normas de control, un modelo de open office puede ofrecer las
buscadas ventajas del trabajo en equipo y la circulación de ideas, junto con el
cambio cultural necesario para llevar toda la información de la compañía al
entorno en el que pueda circular de la manera más adecuada. Sin esos controles,
reduciendo el modelo a simplemente hacer más bajas las paredes, o convertida en
una especie de panóptico vigilante, el modelo de open office es una
triste parodia de sí mismo, ineficiente, frustrante y absurdo, generador de las
falacias que dibujan los artículos que enlacé al principio. No es una cuestión
de modelo: es una cuestión de cómo llevamos a cabo su desarrollo y con que
cultura gestionamos su implantación. E.Dans
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