Dos artículos no relacionados en mi lista diaria de lectura, pero
muy interesantes para ser leídos juntos: “The logic of crazy valuations“, en Techcrunch, y “Do high valuations for Uber, Snapchat and BuzzFeed herald a new
tech bubble?“, en The Guardian.
Realmente, para alguien que haya estado siguiendo la escena tecnológica a lo
largo de las últimas décadas, la sensación es que las burbujas son algo que
forman parte del paisaje habitual, un componente del paisaje, una variable
permanente del entorno. En tecnología, el camarero no te pregunta si quieres tu
agua con gas o sin gas: simplemente no te deja elección, y te la trae siempre
con burbujas.
La inversión en tecnología está infinitamente más expuesta al desarrollo de
burbujas especulativas que otras industrias o sectores. Hablamos de decisiones
enormemente complejas, en las que se mezcla un fortísimo componente de
apreciaciones personales, con una gestión de expectativas que no resiste casi
ningún análisis racional de escenarios, con un contexto que es susceptible de
moverse a gran velocidad, con dinámicas de adopción muy poco científicas y
sujetas a factores casi aleatorios, y con procedimientos de salida igualmente
difíciles de anticipar.
Los factores personales son ya de por sí un mundo. He conocido analistas e
inversores tecnológicos con clarísimas tendencias a ser abogados del diablo, que
se lanzan como auténticos perros de presa sobre toda idea que les pasa por
delante para intentar destrozarla, reducirla al ridículo, encontrarle las cien
carencias y los mil problemas insolubles que según ellos la invalidan
completamente. También he conocido el otro lado, los muy constructivos, los que
se emocionan con todas las ideas y se integran en ellas por una mezcla de
entusiasmo y codicia, los que parecen tener soluciones para todo
independientemente de las carencias, y los que invariablemente piensan que de
alguna manera casi mágica, algo aparecerá que solucionará problemas para los que
prácticamente nadie ve solución.
Obviamente, cualquiera de los dos extremos son igualmente malos, y el que el
analista o el inversor adopte un punto u otro en la escala entre la frialdad
absoluta del “ya te llamaremos” y el entusiasmo que lleva al “¿dónde hay que
firmar?” depende por lo general de los sesgos personales implicados: experiencia
previa con ideas similares, con equipos con perfil afín o con historias contadas
de peor o mejor manera. En los componentes personales del análisis, la idea de
obtener inversiones con una rentabilidad adecuada o incurrir en pérdidas
responde, en muchos casos, a factores que tienen más que ver con la suerte, con
la capacidad de aportar cosas buenas a un equipo, o con las dinámicas de todo
tipo que surgen en él.
La mecánica de la inversión en empresas tecnológicas sigue una mecánica
similar a la de otras industrias, pero sometida a una dinámica mucho más líquida
y veloz. El balance entre el riesgo y la rentabilidad sigue teniendo mucho que
ver con el tiempo: entrar como inversor en un proyecto en su fase de capital
semilla puede ser enormemente rentable, pero conlleva, en contrapartida, un
riesgo muy superior. A partir de ahí, las sucesivas rondas de financiación van
equilibrando estos factores: a medida que la idea se va convirtiendo en más
sólida o más visible, conseguir la entrada en esas rondas responde cada vez más
a los factores tradicionales, a la dinámica habitual de las relaciones
financieras, de los bancos de inversión, etc. hasta que se llega a un momento,
que puede corresponder a una adquisición o a una salida a bolsa. En el primer
caso, alguien paga toda la factura más un cierto premium, permite la
salida de todos aquellos inversores que lo desean, y plantea nuevas reglas de
cara al futuro. En el segundo, muchos que no pudieron invertir hasta ese momento
pagan la factura, permiten la salida de quienes lo deseen, y pasan a la dinámica
habitual de los mercados financieros.
A lo largo de todo ese embudo, actúan fuerzas de todo tipo. El panorama no
permanece en absoluto estable: las tendencias y las preferencias de los usuarios
cambian, la adopción se ve condicionada por nuevos desarrollos, por productos y
servicios sustitutivos, por adquisiciones e inversiones de competidores
potenciales, o simplemente por modas y dinámicas puramente veleidosas. Que una
idea termine realmente siendo una buena inversión o un producto consolidado
depende de muchísimos factores, y curiosamente, vemos cada día más como la
noción tradicional de descuento de flujos de caja en el tiempo, por mucho que la
ponderemos con los indicadores adecuados de riesgo, tiene menos que decir. Los
“financieros de toda la vida”, los magos de la hoja de cálculo, del DCF,
de los multiplicadores o de las betas, se encuentran cada vez más fuera de los
análisis que definen las tendencias del mercado, que pasan a ver como
directamente absurdo, como algo irracional, como una locura. Cualquier análisis
financiero de las recientes inversiones en empresas como Snapchat, Uber o Buzzfeed resulta tan imposible de entender para el financiero
habitual como lo fueron en su momento los de empresas hoy convertidas en
auténticos referentes del mercado que hace ya mucho que ya han probado su valor.
Algunas probarán su valor en el siguiente paso del embudo, otras fallarán
miserablemente, y seguiremos opinando sobre ello en función de nuestra
percepción de los factores implicados. ¿Hay verdades absolutas que conviertan
esas inversiones en universalmente ruinosas o en alucinantemente exitosas? No lo
parece.
En un contexto como este, las burbujas tienen que ser ya consideradas como
una parte consustancial del ecosistema, como una parte del paisaje. ¿Quiere
decir que periódicamente veremos explotar alguna de ellas? Además de la ya
habitual perspectiva de las burbujas
financieras como una parte natural de la economía, una especie de “purga” o
“marea roja” del sistema económico, tenemos que asumir que ningún capitalista de
riesgo, ni siquiera los mejores o los más avezados, tiene un método que le
permita calcular si la inversión que está realizando va a proporcionarle la
rentabilidad que espera o no, y que, en ausencia de esa metodología, se guía por
factores que oscilan entre la existencia de una oportunidad (el acceso al
proyecto), la capacidad de aportarle sinergias que la lleven a una siguiente
etapa en su generación de valor, el análisis de los posibles escenarios de
futuro, la percepción del equipo fundacional, y otras cuestiones que rayan
directamente en lo cabalístico. De esos factores, tan solo algunos pueden ser
“industrializados”: a medida que un inversor crece y gana prestigio, su nivel de
acceso y su capacidad de proporcionar recursos únicos a una empresa lo hacen
también. El resto, son cuestión de suerte, de sensibilidad personal, de
experiencia y de valoración en función de factores que resultaría imposible
capturar en un análisis en una hoja de cálculo. Sencillamente, algunas veces
acertará, logrará un exit impresionante y verá su prestigio
incrementado, y otras veces se la pegará, verá como la idea y el equipo
fracasan, y habrá perdido dinero. Y mientras sepa navegar ese difícil equilibrio
con las decisiones adecuadas, seguirá formando parte del ecosistema,
contribuyendo a financiar proyectos, y redistribuyendo recursos.
Mientras no llegue alguien y sea capaz de sistematizar el proceso por el cual
algunas ideas generan valor por encima de las expectativas racionales – y
francamente, creo que estamos muy lejos de que eso sea posible, si es que lo es
algún día – las burbujas seguirán formando parte del panorama habitual de la
tecnología. Muchos ya ni recuerdan una vida en la que esas burbujas no
estuviesen allí, no fuesen una parte habitual del panorama. Al igual que ocurre
en la vida real, las burbujas nunca serán para todos los públicos: la gran mayoría de los consumidores prefieren su agua sin
ellas. Pero para quienes gusten de ellas, el camarero llegará, y pidamos lo
que pidamos para beber ese día, nos lo servirá con burbujas. Y que sea por mucho
tiempo.
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