Un artículo en The Guardian, “Mobile phone companies have failed – it’s time to nationalize
them“ viene a retomar para el caso del Reino Unido la postura que yo defendía en Expansión en el año 2010, cuando Australia
propuso la construcción de su National Broadband Network como iniciativa gubernamental:
que las redes de telecomunicaciones constituían un monopolio natural, y que la
opción verdaderamente liberal que realmente servía mejor los intereses de los
usuarios no era su gestión entre operadores en libre competencia, sino su
gestión pública. Una postura que, en realidad, llevo barajando desde el año 2005.
La importancia de las redes de telecomunicaciones en la competitividad de un
país es enorme: una red de telecomunicaciones bien desarrollada es fundamental a
la hora de definir factores que van desde la igualdad de oportunidades hasta el
nivel de desarrollo de iniciativas innovadoras y emprendedoras, con todo lo que
ello conlleva. Y si bien la gestión pública ha sido pocas veces la más
eficiente, parece claro que la gestión privada en régimen de competencia abierta
lo ha sido, en este caso, menos aún, generando un escenario en el que los
incentivos a la inversión son cada vez menores: el
papel del regulador, claramente, se ha convertido en una misión imposible: si no
impone control al incumbente, éste anula toda posibilidad racional de
competencia. Si lo hace, disminuye los incentivos de éste para la inversión.
Mientras, la propia inversión en infraestructuras se muestra enormemente
ineficiente por las duplicidades o multiplicidades en las que se incurre, y la
imposición de una garantía de universalidad se convierte en una rémora de
notable complejidad.
Pero además, la gestión privada amenaza una de las características
fundamentales que definen a las redes tal y como las conocemos: su
neutralidad. La neutralidad de la red se está convirtiendo en la auténtica
prueba del nueve en lo que a gestión de las infraestructuras se refiere: si las
compañías de telecomunicaciones reclaman que no son capaces de gestionar de
manera rentable sus redes si mantienen su carácter neutral, es la evidencia
clara de que no son quienes deben gestionarlas, y de que es el momento de
cambiar de modelo. El análisis de los muchísimos comentarios recibidos por la FCC
norteamericana tras el intento del ex-lobbista de la industria Tom Wheeler de cambiar la interpretación con respecto a la
neutralidad de la red es más que claro: no existe una postura real de defensa de
la no-neutralidad más allá de la caverna de las propias empresas de
telecomunicaciones.
La otra prueba es el hecho de que las compañías de telecomunicaciones
comanden las listas de quejas e insatisfacción de sus clientes en todos los
países del mundo, prueba de que la gestión privatizada no ha sido capaz de dar
lugar a una gestión verdaderamente eficiente. Salvo excepciones, las empresas de
telecomunicaciones están muy lejos de ser un paradigma de modernidad y de
vanguardia en la interpretación de la relación con el cliente.
¿Precauciones? La idea de unas infraestructuras de telecomunicaciones en
manos públicas evocan todo tipo de temores sobre el control de las mismas, o
peor, de lo que fluye por ellas. De hecho, el que Australia sea el país que
encabeza este tipo de evolución hacia la re-nacionalización no deja de ser
preocupante: hablamos de uno de los países que, en la órbita occidental, han
sido pioneros en el desarrollo de filtros de contenido “para proteger a sus
ciudadanos”, filtros que se han demostrado no solo completamente ineficientes,
sino además, en muchos casos, arbitrarios y absurdos. El mayor peligro de una
infraestructura de telecomunicaciones nacionalizada es precisamente ese: su
posible uso como vehículo de censura y de adoctrinamiento. El mayor reto de un
modelo nacionalizado sería, sin duda, defender la neutralidad de la red en ese
mismo contexto, evitar la posible tentación del gobierno de turno de meter la
mano en los contenidos que fluyen por las redes. Una tarea que, sin duda,
tendría que estar sujeta a los correspondientes balances y contrabalances
imprescindibles en estos casos, y cuyo buen funcionamiento es fundamental
defender, una defensa que, por otro lado, podría seguramente aspirar a ser
desarrollada de manera más eficiente en un ámbito pan-europeo.
¿Solucionaría algo poner las infraestructuras de telecomunicaciones y su
desarrollo bajo la gestión de un organismo público que diese lugar a una
infraestructura global, neutral y abierta a operadores que no poseen control
sobre las mismas? De entrada, podría dar lugar a un modelo de competencia menos
sesgado, en el que los factores que realmente llevan a la industria a avanzar
estuviesen sometidos a una dinámica de competencia real, no mediatizada. Podría,
por otro lado, asegurar que las reglas básicas de esa comunicación no se
condicionan a intereses empresariales, sino al bien común. Además, se
eliminarían ineficiencias y se garantizaría una universalidad en la prestación
del servicio que hoy parece complejo obtener bajo intereses privados. Y
obviamente, no todo sería bonito, pero los problemas potenciales parecen
razonablemente evitables bajo una óptica de control adecuado.
La evolución en el tiempo del modelo de gestión de infraestructuras de
telecomunicaciones nos está llevando a una clara paradoja: no siempre la opción
más liberal es la que inicialmente parecía más liberal. E.Dans
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