lunes, 18 de agosto de 2014

Telecomunicaciones y liberalismo

IMAGE: Mipan - 123RFUn artículo en The Guardian, Mobile phone companies have failed – it’s time to nationalize them viene a retomar para el caso del Reino Unido la postura que yo defendía en Expansión en el año 2010, cuando Australia propuso la construcción de su National Broadband Network como iniciativa gubernamental: que las redes de telecomunicaciones constituían un monopolio natural, y que la opción verdaderamente liberal que realmente servía mejor los intereses de los usuarios no era su gestión entre operadores en libre competencia, sino su gestión pública. Una postura que, en realidad, llevo barajando desde el año 2005.
La importancia de las redes de telecomunicaciones en la competitividad de un país es enorme: una red de telecomunicaciones bien desarrollada es fundamental a la hora de definir factores que van desde la igualdad de oportunidades hasta el nivel de desarrollo de iniciativas innovadoras y emprendedoras, con todo lo que ello conlleva. Y si bien la gestión pública ha sido pocas veces la más eficiente, parece claro que la gestión privada en régimen de competencia abierta lo ha sido, en este caso, menos aún, generando un escenario en el que los incentivos a la inversión son cada vez menores: el papel del regulador, claramente, se ha convertido en una misión imposible: si no impone control al incumbente, éste anula toda posibilidad racional de competencia. Si lo hace, disminuye los incentivos de éste para la inversión. Mientras, la propia inversión en infraestructuras se muestra enormemente ineficiente por las duplicidades o multiplicidades en las que se incurre, y la imposición de una garantía de universalidad se convierte en una rémora de notable complejidad.
Pero además, la gestión privada amenaza una de las características fundamentales que definen a las redes tal y como las conocemos: su neutralidad. La neutralidad de la red se está convirtiendo en la auténtica prueba del nueve en lo que a gestión de las infraestructuras se refiere: si las compañías de telecomunicaciones reclaman que no son capaces de gestionar de manera rentable sus redes si mantienen su carácter neutral, es la evidencia clara de que no son quienes deben gestionarlas, y de que es el momento de cambiar de modelo. El análisis de los muchísimos comentarios recibidos por la FCC norteamericana tras el intento del ex-lobbista de la industria Tom Wheeler de cambiar la interpretación con respecto a la neutralidad de la red es más que claro: no existe una postura real de defensa de la no-neutralidad más allá de la caverna de las propias empresas de telecomunicaciones.
La otra prueba es el hecho de que las compañías de telecomunicaciones comanden las listas de quejas e insatisfacción de sus clientes en todos los países del mundo, prueba de que la gestión privatizada no ha sido capaz de dar lugar a una gestión verdaderamente eficiente. Salvo excepciones, las empresas de telecomunicaciones están muy lejos de ser un paradigma de modernidad y de vanguardia en la interpretación de la relación con el cliente.
¿Precauciones? La idea de unas infraestructuras de telecomunicaciones en manos públicas evocan todo tipo de temores sobre el control de las mismas, o peor, de lo que fluye por ellas. De hecho, el que Australia sea el país que encabeza este tipo de evolución hacia la re-nacionalización no deja de ser preocupante: hablamos de uno de los países que, en la órbita occidental, han sido pioneros en el desarrollo de filtros de contenido “para proteger a sus ciudadanos”, filtros que se han demostrado no solo completamente ineficientes, sino además, en muchos casos, arbitrarios y absurdos. El mayor peligro de una infraestructura de telecomunicaciones nacionalizada es precisamente ese: su posible uso como vehículo de censura y de adoctrinamiento. El mayor reto de un modelo nacionalizado sería, sin duda, defender la neutralidad de la red en ese mismo contexto, evitar la posible tentación del gobierno de turno de meter la mano en los contenidos que fluyen por las redes. Una tarea que, sin duda, tendría que estar sujeta a los correspondientes balances y contrabalances imprescindibles en estos casos, y cuyo buen funcionamiento es fundamental defender, una defensa que, por otro lado, podría seguramente aspirar a ser desarrollada de manera más eficiente en un ámbito pan-europeo.
¿Solucionaría algo poner las infraestructuras de telecomunicaciones y su desarrollo bajo la gestión de un organismo público que diese lugar a una infraestructura global, neutral y abierta a operadores que no poseen control sobre las mismas? De entrada, podría dar lugar a un modelo de competencia menos sesgado, en el que los factores que realmente llevan a la industria a avanzar estuviesen sometidos a una dinámica de competencia real, no mediatizada. Podría, por otro lado, asegurar que las reglas básicas de esa comunicación no se condicionan a intereses empresariales, sino al bien común. Además, se eliminarían ineficiencias y se garantizaría una universalidad en la prestación del servicio que hoy parece complejo obtener bajo intereses privados. Y obviamente, no todo sería bonito, pero los problemas potenciales parecen razonablemente evitables bajo una óptica de control adecuado.
La evolución en el tiempo del modelo de gestión de infraestructuras de telecomunicaciones nos está llevando a una clara paradoja: no siempre la opción más liberal es la que inicialmente parecía más liberal. E.Dans
 

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